Wilson José Cáceres salió de su casa en Sabana de Torres, un municipio del valle del Río Magdalena en Colombia, antes del amanecer del 6 de abril de 1995. Cáceres, un líder de la comunidad, miembro fundador del Movimiento Campesino Obrero y Popular de Sabana de Torres, un grupo político local, y activista de los derechos humanos, era un candidato a la alcaldía por el Movimiento. Cáceres, junto con otras trece personas, había sido incluido en una lista negra que, como se supo entonces, las Autodefensas Campesinas de Colombia (ACC), un grupo paramilitar, había hecho circular. En Colombia, el término paramilitar viene a denominar a una organización clandestina de hombres armados, que puede incluir a oficiales militares en activo o retirados, que opera asociada con las fuerzas de seguridad.
A pesar de la amenaza, Cáceres siguió con su campaña política y la
defensa de los derechos humanos, y ayudó voluntariamente a la misión
de Human Rights Watch, que comenzó el trabajo sobre este informe,
a ponerse en contacto con residentes locales para que dieran su testimonio.
Esa tarde, Cáceres, ataviado con una gorra blanca, condujo su motocicleta
blanca hasta la finca familiar donde trabajaba. Esa fue la última
vez que se sabe que alguien lo vio con vida. Más tarde encontraron
su gorra en la Autopista Panamericana.
Wilson Cáceres sigue desaparecido.
En 1989, Human Rights Watch escribió
que a pesar de que no podía demostrar que el Estado Mayor de las
Fuerzas Armadas de Colombia ordenó directamente a los paramilitares
que cometieran atrocidades, parecía obvio que su respuesta ante
estas atrocidades -- "cerrar filas y evitar - y con frecuencia obstruir
- cualquier investigación seria" -- comprometió su obligación
de respetar las leyes establecidas. En su momento, concluimos que el hecho
de que no se investigara o procesara a los oficiales militares que, junto
a los paramilitares, habían cometido asesinatos y masacres indicaba,
en el mejor de los casos, que sus superiores habían decidido tolerar
estos crímenes.
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En lugar de castigar a los oficiales de bajo y medio rango que toleraron, planearon, dirigieron, y hasta participaron en la violencia paramilitar de los ochenta, se les ha promovido y recompensado.
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Sin embargo, hoy en día, podemos decir mucho más. Está claro que en lugar de castigar a los oficiales de bajo y medio rango que toleraron, planearon, dirigieron, y hasta participaron en la violencia paramilitar de los ochenta, se les ha promovido y recompensado, y ahora ocupan los cargos más altos dentro de las Fuerzas Armadas de Colombia. Es evidente que algunos de ellos, relacionados con casos muy conocidos, han sido forzados al retiro o separados del servicio. Pero muchos más han sido condecorados por servicios distinguidos y dirigen tropas colombianas. Como comandantes no sólo han promovido,
alentado, y protegido a los grupos paramilitares, sino que los han utilizado
para labores de inteligencia, y para asesinar y masacrar a colombianos
sospechosos de aliarse con la guerrilla. En realidad, muchas de las víctimas
-- lideres comunitarios y campesinos, sindicalistas, y activistas de los
derechos humanos, entre otros -- no tienen relación con la guerrilla,
aunque se han visto atrapados en un conflicto en el que pocos están
uniformados y admiten su afiliación.
Human Rights Watch ha elegido deliberadamente
el uso del término "paramilitar," para denominar a un grupo que
opera asociado con las fuerzas militares. Durante las últimas dos
décadas, se ha vinculado a los paramilitares con miles de desapariciones
forzadas, asesinatos, casos de tortura, y amenazas de muerte. En 1995,
casi la mitad de todos los actos de violencia política en los que
se identificó al perpetrador se atribuyeron a paramilitares.
En este informe, Human Rights Watch
presenta pruebas como el plan, hasta ahora secreto, de reorganización
de la inteligencia militar colombiana, Orden 200-05/91, y testimonios de
testigos presenciales, que demuestran que en 1991 las fuerzas militares
convirtieron a los paramilitares en un componente clave de su aparato de
inteligencia. Este informe dedica especial atención a esta reorganización,
que esencialmente asumió el modelo militar- paramilitar que se puso
a prueba por primera vez en el Magdalena Medio. Fuerzas paramilitares,
bajo las ordenes directas del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas e incorporadas
a redes de inteligencia, vigilaron a personalidades y grupos de la oposición
política legal, operaron con unidades militares, y finalmente realizaron
ataques contra objetivos elegidos por sus comandantes militares. Este informe
expone en detalle cómo una red de inteligencia organizada por la
Armada, en cumplimiento de la Orden 200-05/91, fue la responsable de decenas
de ejecuciones extrajudiciales en Barrancabermeja.
La asociación militar-paramilitares
forma parte de la realidad colombiana hoy en día. Human Rights Watch
ha comprobado que continúa la colaboración entre inteligencia
militar, comandantes de división, brigada y batallón, y paramilitares;
como se concibió en la Orden 200-05/91. Basándonos en nuestras
entrevistas con testigos y ex miembros de la red, las propias investigaciones
del gobierno, y el material abundante reunido por grupos de derechos humanos
y periodistas, creemos que el estado mayor de las fuerzas armadas colombianas
sigue organizando, alentando, y movilizando a paramilitares en la guerra
encubierta contra los sospechosos de apoyar a la guerrilla.
En nuestro estudio monográfico
de la Subregión Norte del Magdalena Medio, demostramos como el ejército
ha armado y equipado paramilitares y ha patrullado con ellos. En algunos
casos, los militares aparentemente han trasladado paramilitares a diversas
regiones del país para cometer sus asesinatos políticos.
Aunque las fuerzas armadas niegan haber vigilado a partidos políticos
y funcionarios electos, presentamos pruebas que demuestran que la vigilancia
de grupos políticos legales parece ser una de las tareas principales
asignadas a la inteligencia militar, que al parecer se ha servido de paramilitares
para reunir información y actuar posteriormente según ésta,
amenazando o asesinando. En una entrevista, un mayor retirado describió
a los paramilitares como "la fuente principal" de información de
inteligencia militar. "Esta gente vive en la región y tiene contacto
tanto con los de su bando como con el enemigo," nos dijo. "De hecho la
principal acción de los paramilitares es [reunir] inteligencia,
además de servir como un grupo de exterminación."
A pesar de que los investigadores
del gobierno han identificado en múltiples ocasiones campos de entrenamiento
paramilitar, incluso algunos cercanos a las bases militares siguen funcionando.
Cuando los paramilitares pasan por estas mismas bases totalmente armados
y equipados, en lugar de arrestarles y quitarles sus armas ilegales, los
militares colombianos los dejan pasar normalmente, y sólo intervienen
cuando llega el momento de recoger los cadáveres que dejaron a su
paso.
Pero estas actividades suponen sólo
la mitad de la asociación militar-paramilitares en Colombia. Es
fundamental lo que llamamos la "estrategia de la impunidad": cómo
el sistema de justicia militar encubre sistemáticamente los actos
de los oficiales que se asocian con paramilitares, que los investigadores
civiles del gobierno han puesto de manifiesto una y otra vez; permitiendo
que estos mismos oficiales vuelvan al terreno y sigan con su tarea de organización,
dirección, y despliegue de grupos paramilitares. El Estado Mayor
de las Fuerzas Armadas es cómplice de las atrocidades paramilitares
y debe hacérsele responsable de ellas.
Human Rights Watch también
ha documentado el papel inquietante que ha desarrollado Estados Unidos
dentro de la asociación militar-paramilitares. A pesar del historial
desastroso de Colombia en materia de derechos humanos un equipo compuesto
por el Departamento de Defensa de EE.UU. y la Agencia Central de Inteligencia
(Central Intelligence Agency, CIA) trabajó con oficiales de las
Fuerzas Armadas de Colombia en la reorganización de la inteligencia
de 1991, que desembocó en la creación de redes asesinas que
identificaron y asesinaron a civiles sospechosos de apoyar a la guerrilla.
Testigos presenciales han identificado a una de las nuevas redes dirigidas
por la Armada de Colombia como la responsable de los asesinatos de al menos
cincuenta y siete personas en el interior y las cercanías de la
ciudad de Barrancabermeja en 1992 y 1993, como parte de los incidentes
que se exponen en el presente documento.
Además, las autoridades militares
estadounidenses han suministrado armas, para fines ostensiblemente antidroga,
a unidades de las fuerzas armadas colombianas con antecedentes de graves
y constantes violaciones de los derechos humanos y no han establecido mecanismos
apropiados de control para garantizar que la ayuda estadounidense no se
utiliza para cometer dichas atrocidades. Según un informe del Gobierno
de Estados Unidos, la ayuda militar estadounidense ha sido destinada a
las Primera, Tercera, Quinta, Decimotercera, y Decimocuarta Brigadas; a
las Brigadas Móviles No. 1 y 2; y a los Batallones Tarqui, José
Hilario López, Numancia, Luciano D'Elhuyar, Ricuarte, Palacé,
y La Popa. Todos ellos están implicados en graves violaciones de
los derechos humanos, entre ellas violaciones que involucran a paramilitares,
y algunas de ellas descritas en este informe.
Otro informe del Gobierno de Estados
Unidos revelaba que en 1994 el entrenamiento y equipo estadounidenses fueron
destinados a la Brigada Móvil No. 1 y a la Cuarta División
de Meta; la Cuarta Brigada de Cali; la Cuarta Brigada de Medellín;
la Sexta Brigada de Ibagué; la Octava Brigada de Armenia, Valle;
la Novena Brigada de Neiva; la Décimoprimera Brigada de Antioquia;
la Decimosexta Brigada de Yopal, Arauca; y a tres unidades de la Fuerzas
Especiales. Todas estas unidades se dedican principalmente a la lucha contra
la guerrilla y la mayoría han estado implicadas en violaciones de
los derechos humanos.
Desde 1990, el año en que
una comisión de asesoramiento de EE.UU. redactó una serie
de recomendaciones para la reorganización de la inteligencia militar
colombiana, el armamento que Estados Unidos ha suministrado al Ejército
y Armada colombianas ha sido 2.020 pistolas M9, 426 rifles M16A2, 945 ametralladoras
M60E3, y 225 escopetas, así como varios vehículos militares
y equipos de comunicación. En 1991, cuando se aplicó el plan
de reorganización de la inteligencia militar colombiana, las entregas
de armas estadounidenses a Colombia fueron excepcionales: 10.000 rifles
M-14, 700 rifles M16, 623 lanzagranadas M79, 325 ametralladoras M60, 26.000
granadas de 60 mm., 20.000 granadas de 40 mm., 37.000 granadas de mano,
3.000 minas Claymore, y unas quince millones de balas para rifle.
Las masacres cometidas desde 1990
por tan sólo una de las unidades que recibieron ayuda militar estadounidense,
el Batallón Palacé, acabaron con las vidas de al menos 120
personas, asesinatos que siguen generalmente sin castigo. En total, al
menos veinticuatro unidades del ejército colombiano, con un total
de tropas significativo, han recibido armamento de Estados Unidos para
fines ostensiblemente antidroga.
Hace tiempo que Human Rights Watch
y otros grupos nacionales e internacionales vienen preocupándose
por el uso potencial que las unidades de seguridad, que violan derechos
humanos, hacen de la ayuda y armamento que reciben del Ejército
de Estados Unidos. En respuesta de dicha inquietud, en 1994, el Congreso
de EE.UU. intentó limitar la ayuda militar a las unidades que participan
"principalmente" en operaciones antidroga, y no contra insurgentes, partiendo
de la creencia de que las unidades anti narcóticos no hacen abusos
a los derechos humanos. Con esta disposición, los legisladores esperaban
poder poner una barrera entre las unidades antidroga y las unidades contra
insurgentes.
Sin embargo, el Informe de 1994 de
la Misión Militar de Estados Unidos sobre el Control del Uso Final
(U.S. Military Group's 1994 End-Use Monitoring Report) -- publicado después
de las investigaciones de unidades implicadas en violaciones de los derechos
humanos como receptores de ayuda militar estadounidense -- confirmó
que Colombia estaba cumpliendo con las leyes de EE.UU. que limitan las
ventas de armas y que "la asistencia de EE.UU. se está empleando
eficazmente en las actividades anti narcóticos."
Claramente, dichas inspecciones no
garantizan que la ayuda no sea utilizada para cometer violaciones de los
derechos humanos o por unidades que los cometen. Tampoco demuestran claramente
que las fuerzas armadas colombianas no están transfiriendo armamento
suministrado por Estados Unidos a fuerzas paramilitares. Las misiones estadounidenses
que llevaron a cabo dichas inspecciones tampoco han echo ningún
esfuerzo concreto para investigar los casos de derechos humanos en curso,
cuando visitaron las bases sospechosas de albergar actividad paramilitar.
De hecho, las entregas y ventas de
armas estadounidenses a Colombia no sólo siguen produciéndose
sin obstáculos, sino que se espera que alcancen una marca histórica.
El Pentágono estima que las ventas en el año fiscal 1996
tendrán un valor de 84 millones de dólares y de 123 millones
de dólares en el año 1997 -- el nivel más alto de
la historia.
Oficiales colombianos entrenados
por Estados Unidos y empleados como instructores militares también
han estado implicados en graves violaciones de los derechos humanos, como
masacres cometidas por grupos mixtos militares-paramilitares. En 1996,
EE.UU. desplazó a Colombia al menos dos equipos de cincuenta y dos
miembros de las Fuerzas Especiales del Ejército de Estados Unidos,
para cumplir misiones de dos meses. De los cuarenta y nueve desplazamientos
programados para 1996, con la participación de un total de 231 asesores
militares y de inteligencia estadounidenses, treinta y dos, con la participación
de noventa y siete asesores, fueron en apoyo de la Armada. Incluyen el
destacamento de un oficial de inteligencia de la armada estadounidense
en la sede en Santafé de Bogotá de la Armada de Colombia.
La Dirección de Operaciones (Directorate of Operations) de la CIA
también ha patrocinado el entrenamiento de unidades de las Fuerzas
Especiales de Colombia.
No todos los paramilitares tienen
una estrecha relación con los militares. Queda claro que otros grupos
colombianos -- como terratenientes adinerados y narcotraficantes -- financian
y dirigen ejércitos privados, que también cometen actos de
violencia criminal y política. Sin embargo, el ejército no
sólo ha creado y ha movilizado a grupos paramilitares, sino que
también permiten que prácticamente todos ellos lleven a cabo
asesinatos políticos con tal de que sirvan a un objetivo común,
barrer del país el supuesto apoyo a la guerrilla.
Los militares y los paramilitares
colombianos no son las únicas fuerzas que cometen actos de violencia
política. En 1995, se relacionó a tres insurgencias guerrilleras
con más de 300 asesinatos políticos así como secuestros,
ataques indiscriminados, y amenazas de muerte. Aunque todas las guerrillas
colombianas se han proclamado a favor del derecho internacional humanitario,
en la práctica, ninguna ha aplicado claramente estas normas, incluso
cuando se trata de medidas de protección para los no combatientes.
Human Rights Watch sigue condenando estas violaciones y ha instado a los
guerrilleros a que adopten medidas para proteger a los no combatientes.
Es hora de apartar la cortina de
humo de desmentidos oficiales y de identificar la asociación militar-paramilitares
como lo que es: un mecanismo sofisticado sustentado en parte por los años
de asesoramiento, entrenamiento, armamento, y silencio oficial de Estados
Unidos; que permite a las Fuerzas Armadas de Colombia combatir una guerra
sucia y a la burocracia colombiana desmentirla. El precio: miles de colombianos
muertos, desaparecidos, lisiados, y aterrorizados.
Partiendo de los descubrimientos
de este informe, Human Rights Watch hace una serie de recomendaciones al
Gobierno de Colombia, al Gobierno de Estados Unidos, y a la comunidad internacional.
El Presidente de Colombia, Ernesto Samper, debe ejercer su poder para suspender
inmediatamente a los oficiales de alto rango implicados en la asociación
militar-paramilitares, y para convocar un equipo especial dirigido por
el Fiscal de la Nación para que los investigue. El Ministerio de
Defensa debe cooperar totalmente facilitando el interrogatorio de estos
oficiales. Si se demuestra que las acusaciones contra ellos son fundadas,
estos oficiales deben ser suspendidos del servicio activo a la espera de
que se resuelvan sus casos, que deben remitirse inmediatamente a las cortes
civiles.
Además, el presidente debe
invitar al Fiscal de la Nación a que presida una comisión
conjunta gubernamental y no gubernamental que investigue a las unidades
del ejército implicadas en una práctica sistemática
de organizar y promover a paramilitares; como la Fuerza de Tarea No. 27
Pantera, el Plan Especial No. 7, los Batallones Bomboná, Bárbula,
Rafael Reyes, Nariño, Voltígeros, Palacé, José
Hilario López, Ricuarte, y Luciano D'Elhuyar, La Quinta, Séptima,
Novena, Décima, Décimoprimera, y Decimocuarta Brigadas, las
Brigadas Móviles No.1 y 2, y la Cuarta División. Debe suspenderse
a los oficiales implicados en la asociación militar-paramilitares
a la espera de los resultados de la investigación. Deben adoptarse
también medidas diseñadas para prevenir la actividad militar-paramilitar
en el futuro. Esto debe incluir un recuento estricto del armamento, equipo
(como radios), y materiales, que verifique que no están siendo desviados
a los paramilitares; unas directivas claras y públicas que prohíban
el reclutamiento, apoyo, o la colaboración con paramilitares; una
prohibición de utilizar, como agentes de inteligencia o informantes,
a paramilitares o individuos con un historial de actividad paramilitar;
y un castigo rápido, eficaz, y público para el personal militar
que viole estas normas. También hemos instado al Presidente Samper
a que invoque una comisión especial dentro de su gabinete, que incluya
al Consejero Presidencial para los Derechos Humanos y a un representante
de la oficina del Alto Comisionado para la Paz, para que revise todos los
manuales militares que se utilizan actualmente, de manera que promuevan
el respeto a los derechos humanos y la protección de los no combatientes.
Estos manuales también deben revisarse para garantizar que prohíben
explícita y claramente las violaciones de los derechos humanos y
la colaboración con paramilitares.
De manera a prevenir que se repita
esta práctica sistemática de asesinatos, el Presidente Samper
debe enviar al Congreso una reforma del sistema de justicia militar que
incluya una interpretación más estricta del concepto de "acto
de servicio", previniendo así que los tribunales militares obtengan
jurisdicción sobre violaciones de los derechos humanos, como ejecuciones
extrajudiciales, desapariciones forzadas, y tortura. Debido a su parcialidad
evidente y a la ausencia de las garantías procesales debidas, se
debe limitar la jurisdicción de estos tribunales a los casos relacionados
con infracciones de la disciplina militar. El Presidente Samper debe presentar
también ante el Congreso y apoyar totalmente una legislación
que tipifica el acto de desaparición forzada, definido como un arresto
desconocido por parte de las fuerzas de seguridad, en un crimen castigable
por la ley.
Al mismo tiempo, el ejecutivo debe
resistirse clara y decididamente a los intentos apoyados por las Fuerzas
Armadas de reformar la Constitución en el Congreso, para acabar
con la supervisión civil de las fuerzas armadas. También
creemos que el gobierno puede proteger a los jueces y fortalecer las cortes
sin tener que recurrir a poner freno al debido proceso, como sucede en
el sistema de orden público. Se debe reformar el sistema de orden
público de manera a conferir poderes a los jueces para que puedan
perseguir decididamente a los narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares,
y oficiales militares que cometen crímenes en materia de derechos
humanos, resguardando, al mismo tiempo, el derecho de estos individuos
a un juicio justo. Finalmente, el gobierno debe aumentar el presupuesto
del programa de protección de testigos de la Fiscalía para
permitir a los fiscales proteger no sólo a los que declaran en contra
de supuestos narcotraficantes y guerrilleros, sino también a los
que declaran en contra de miembros de las fuerzas de seguridad y de paramilitares
acusados de violaciones de los derechos humanos.
Human Rights Watch insta también
a Estados Unidos a que suspenda inmediatamente toda la ayuda militar, ventas
de armas, y entrenamiento militar con Colombia, ya que la ayuda militar
estadounidense se ha destinado a unidades implicadas en graves violaciones
de los derechos humanos.
En especial, Estados Unidos debe
suspender la entrega pendiente, por valor de 169 millones de dólares,
de helicópteros Halcones Negras (Black Hawk), ametralladoras M-60,
y munición vendidos a Colombia; así como el suministro gratuito,
según la capacidad de entregas especiales de excedentes contemplada
en la Sección 506 (a) del Decreto de Asistencia al Extranjero (Foreign
Assistance Act), por valor de 40 millones de dólares, de helicópteros,
material de comunicaciones, y equipo. Además, instamos al Gobierno
de Estados Unidos a que suspenda inmediatamente los visados de los oficiales
colombianos implicados en abusos a los derechos humanos, incluyendo los
derivados de la asociación militar-paramilitares, a la espera de
que concluya una investigación imparcial y pública por parte
de la Fiscalía de Colombia.
No debe reiniciarse la ayuda hasta
que las Fuerzas Armadas de Colombia y sus socios paramilitares no hayan
cesado las prácticas constantes de graves y reiteradas violaciones
de los derechos humanos. Como mínimo, el reinicio de la ayuda debe
condicionarse a la voluntad del gobierno colombiano de emprender medidas
eficaces para eliminar y prevenir cualquier forma de apoyo, cooperación,
o colaboración entre las fuerzas militares y paramilitares. El Gobierno
de Colombia debe demostrar la eficacia de sus mecanismos legales para investigar
y disciplinar, también con sanciones penales, a los miembros del
ejército responsables de abusos a los derechos humanos.
Concretamente, el gobierno colombiano
debe emprender investigaciones completas y públicas de casos clave,
como la masacre de Trujillo, la red de inteligencia de la Armada en Barrancabermeja,
las amenazas y los ataques a observadores de derechos humanos en Meta,
las masacres de Puerto Patiño y Segovia, y la actividad militar-
paramilitar en la región del Chucurí.
El Gobierno de Colombia también
debe llevar a cabo una revisión completa del progreso de las fuerzas
armadas en la detención de los abusos a los derechos humanos, y
en especial en el castigo adecuado a los oficiales responsables de violaciones.
Cualquier revisión debe concentrarse especialmente en las unidades
mencionadas anteriormente en este informe, e implicadas en una grave práctica
sistemática de abusos a los derechos humanos.
Si el Gobierno de Estados Unidos
considera aumentar significativamente su asistencia a las iniciativas antidroga
latinoamericanas, debe comprometerse a convertir la protección de
los derechos humanos en un componente integral de esta asistencia antes
de reiniciar su ayuda a Colombia. Debe asegurarse de que la financiación,
entrenamiento, equipo, y la puesta en común de inteligencia y otra
asistencia antidroga no contribuye o conlleva abusos a los derechos humanos
en los países receptores. Estados Unidos debe adoptar inmediatamente
salvaguardias que garanticen que cualquier ayuda en el futuro, para cualquier
finalidad declarada, no se canaliza hacia fuerzas responsables de prácticas
sistemáticas de graves abusos de los derechos humanos o, dicho de
otro modo, no contribuye a la violación de los derechos humanos.
Las leyes actuales estadounidenses
sobre asistencia militar, incluida la asistencia antidroga, no llegan a
cumplir con los estándares necesarios para proteger los derechos
humanos. Los legisladores estadounidenses ya no pueden alegar que limitar
la ayuda y entrenamiento militares a las unidades de las fuerzas de seguridad
que se dedican "principalmente" a actividades antidroga contribuye a la
reducción del apoyo a las fuerzas abusivas. Si la Administración
Clinton se toma en serio la defensa y promoción de los derechos
humanos, debe emprender iniciativas inmediatas para garantizar que no se
destina ninguna asistencia a las fuerzas implicadas en una práctica
sistemática de abusos.
Reconociendo que este informe plantea
muchas interrogantes sobre el apoyo de la CIA y de las FF.AA. de Estados
Unidos a la reorganización de los servicios de inteligencia colombianos,
y a la consiguiente asistencia a las fuerzas armadas colombianas, Human
Rights Watch insta a Estados Unidos a que conduzca una investigación
inmediata y exhaustiva de la asistencia en materia de seguridad a Colombia
desde 1990. Esto incluiría una investigación de la asesoría
del ejército estadounidense y la CIA a los servicios de inteligencia
colombianos; de hasta dónde los oficiales de EE.UU. tenían
conocimiento o no prosiguieron la información sobre posibles violaciones
de los derechos humanos por parte del personal militar y de inteligencia
colombiano y de sus socios paramilitares; y de la posible complicidad de
los oficiales estadounidenses en la obstrucción de la investigación
pública de la asociación militar-paramilitares, reforzando
así la impunidad que ha permitido que los abusos no hayan disminuido
lo más mínimo. Esta investigación no debe incluir
simplemente el historial en materia de derechos humanos del ejército,
sino que también debe indagar los más amplios antecedentes
en este sentido de las fuerzas paramilitares ligadas o asociadas de algún
modo con las Fuerzas Armadas de Colombia.
Se debe entregar, a las autoridades
públicas nacionales adecuadas, la información obtenida por
Estados Unidos, durante la reunión de información de inteligencia
antidroga u otras actividades, que indique la posibilidad de abusos a los
derechos humanos. Instamos decididamente que, cuando los fiscales generales
de Estados Unidos y Colombia vuelvan a negociar su acuerdo de compartir
información sobre presuntos narcotraficantes, estas instituciones
discutan también la posibilidad de compartir información
reunida por Estados Unidos durante sus operaciones antidroga, aunque relacionada
con violaciones de los derechos humanos y la asociación militar-paramilitares.
Todos el personal estadounidense
destacado en el extranjero, incluido el personal del Ejército de
Estados Unidos, de la DEA y de la CIA, debe recibir inmediatamente instrucciones para que informen a las autoridades colombianas o estadounidenses adecuadas de cualquier abuso a los derechos humanos por parte del Ejército de Colombia, del cual tengan conocimiento, sin importar la identidad de la víctima o el perpetrador.
Consideramos que la Administración
Clinton debe redactar leyes que autoricen la incorporación a su
informe anual ante el Congreso sobre la "certificación" de narcotráfico
de una evaluación en materia de derechos humanos. Esta evaluación
sería una revisión de las consecuencias en materia de derechos
humanos de los programas y leyes antidroga de cada país.
Finalmente, también instamos
al estado miembro de la Unión Europea a que suspenda inmediatamente
cualquier ayuda militar a Colombia, incluidos entrenamiento, servicios,
y entregas de armas, a la espera de los resultados de las medidas e investigaciones
que se detallan en nuestras recomendaciones al Gobierno de Colombia, como
la suspensión de los oficiales militares implicados en delitos,
la adopción de medidas para acabar con la asociación militar-paramilitares,
y las investigaciones de unidades concretas implicadas en crímenes.
Human Rights Watch apoya decididamente el plan de Naciones Unidas de instalar
una oficina permanente en Colombia auspiciada por el Alto Comisionado para
los Derechos Humanos de la O.N.U., e insta a esta oficina a que elabore
informes completos y públicos sobre la situación en materia
de derechos humanos en Colombia.