Las fotografías de las personas que desaparecieron mientras intentaban emigrar a Estados Unidos se colocan frente al Capitolio de Estados Unidos en Washington, DC, 19 de octubre de 2021.

© 2021 Chip Somodevilla/Getty Images

Desde que el gobierno estadounidense puso en marcha oficialmente la política de Prevención Mediante Disuasión en su frontera sur con México, hace 30 años, cada vez son más las personas que mueren o desaparecen intentando cruzar la peligrosa frontera que divide ambos países con el fin de llegar a Estados Unidos.

La Prevención Mediante Disuasión tiene como propósito expreso obligar a las personas que migran de manera irregular a adentrarse en “terreno hostil” y hacer que el cruce de la frontera sur de EE. UU. sea tan peligroso que desistan incluso de intentarlo. Las políticas empujan a los inmigrantes de forma intencional al duro y montañoso desierto de Sonora, donde las temperaturas oscilan entre un calor abrasador y un frío glacial, o a través de las rápidas corrientes del Río Grande, donde sus vidas podrían correr peligro.

Las medidas de disuasión incluyen políticas inmigratorias punitivas e infraestructura peligrosa, como muros fronterizos, alambre de púas, soldados armados, tecnología de vigilancia y boyas fluviales equipadas con hojas de sierra y otro tipo de infraestructura. Las personas migrantes se convierten en blanco sistemático de secuestros y violencia por parte de organizaciones delictivas y funcionarios públicos corruptos, en tanto que, los informes sobre personas desaparecidas rara vez se resuelven, y los restos humanos de los migrantes se acumulan y siguen sin ser identificados.

A continuación, se presentan nueve relatos proporcionados por familias cuyos seres queridos desaparecieron o murieron mientras intentaban cruzar la frontera con el fin de reunirse con ellos en Estados Unidos.

Los relatos abarcan tres décadas de la política estadounidense de disuasión en la frontera y son el resultado de una colaboración entre Human Rights Watch y el Centro Colibrí de Derechos Humanos, que utiliza pruebas de ADN para ayudar a identificar los restos de migrantes desaparecidos y ofrece apoyo a las familias que buscan a sus seres queridos desaparecidos. En algunos relatos empleamos seudónimos o nombres de pila para proteger a las familias de represalias.

Aunque cada historia es única, tienen importantes puntos en común. Todas las personas que intentaron cruzar la frontera sin autorización estadounidense pensaron que era la única forma de reunirse con sus seres queridos, conseguir estabilidad económica o huir de la violencia y buscar seguridad. Para emprender el viaje se necesita determinación, esperanza y valor.

Cuando las personas desaparecen, la patrulla fronteriza estadounidense apenas presta apoyo a las familias. De hecho, no existe una respuesta coordinada del gobierno estadounidense para localizar a las personas desaparecidas en las zonas fronterizas. Además, tras la desaparición de los migrantes, las familias son a menudo abordadas por extorsionistas que afirman falsamente haber capturado o tener información sobre sus familiares desaparecidos y exigen dinero como rescate.

En estos 30 años, los grupos estiman que entre 10.000 y 80.000 personas han muerto en la frontera. La disparidad de la cifra pone de manifiesto la falta de información, en tanto que miles más siguen desaparecidos, en su mayoría migrantes morenos, indígenas y negros procedentes de Latinoamérica. Las muertes y desapariciones han alcanzado máximos históricos bajo la administración del presidente Joe Biden.

Aunque la estrategia de disuasión no ha logrado reducir el número de migrantes que intentan cruzar la frontera, ha logrado enriquecer a los grupos delictivos, entre ellos contrabandistas y secuestradores, y ha malgastado miles de millones de dólares de los contribuyentes. Para algunos agentes fronterizos, encargados de llevar a cabo estas políticas, el trabajo ha provocado daños morales e incluso el suicidio.

Vista aérea del muro fronterizo entre México y Estados Unidos en las afueras de Tecate, estado de Baja California, México, el 22 de febrero de 2019.

© 2019 Guillermo Arias/AFP via Getty Images

Danny Pérez 

"He tenido sueños en los que él vuelve", dijo Angélica Pérez. "En esos sueños lo veo y me emociono tanto que me despierto y pido que sea verdad".

La última vez que Angélica habló con su hermano menor, Danny Pérez, fue el 25 de noviembre de 2015, un día antes de Acción de Gracias. Danny se preparaba para cruzar la frontera de México a Estados Unidos, para volver a casa. Nunca Ilegó.

Danny nació en México, y él y su familia emigraron al norte de California en 2000, cuando tenía 5 años, para reunirse con su padre y buscar una mejor calidad de vida. Angélica recuerda las noches oscuras y frías atravesando el desierto de Sonora al sur de la frontera estadounidense. Danny no recordaba casi nada de su vida en México.

Cuando Danny era un adolescente en California, sus padres regresaron a México. Él se quedó y se mudó con Angélica, que se convirtió en su cuidadora, y sus hijos. "Aquí es donde creció y tuvo amigos", dijo. "Volver a México era como no conocer a nadie".

Todavía en el instituto, Danny practicaba skate, jugaba al fútbol con un equipo local y componía e interpretaba música rap con sus amigos. Era muy amigo del hijo mayor de Angélica, Alexander. En el colegio, Alexander decía con orgullo que tenía un hermano mayor que también era su tío.

Cuando cumplió 18 años, Danny decidió irse a México. En 2012, se reunió con sus padres en Guanajuato, México. Cuando llegó, estaba lleno de ideas y energía. Pero tras un intento fallido de poner en marcha un negocio de helados con su padre, y después de luchar por salir adelante en México con un sueldo bajo como profesor de inglés de secundaria, decidió regresar a Estados Unidos.

Contrató a unos coyotes (traficantes de personas que cruzan a migrantes indocumentados.), que le dijeron que le guiarían a través de las montañas desérticas entre las ciudades de Tecate y Tijuana.

"En su desesperación, Danny pensó que ésa era su única forma de entrar", dijo Angélica. " Me llamó ... y le pregunté: '¿Estás seguro de que es seguro? Tengo miedo'".

Angélica recuerda su respuesta: "No te preocupes, iré preparada", dijo. "Llevaré comida y barritas energéticas. Incluso llevaré medicinas y pomadas. Soy lo bastante fuerte para hacerlo".

Empezó a asustarse cuando, al día siguiente, no supo nada de su hermano pequeño. Había prometido avisarla en cuanto empezara a caminar para intentar cruzar la frontera. Le llamó, pero no contestó. La familia empezó a buscar a Danny, llamando al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE), comunicando las últimas coordenadas GPS conocidas de Danny a las autoridades mexicanas y denunciando su desaparición. Angélica tecleó repetidamente los datos de identificación de su hermano en sitios web gubernamentales y buscó en bases de datos de desaparecidos.

"Fue horrible tener que ver todos los cadáveres sin identificar y, al mismo tiempo, pedir a Dios que no lo encontráramos allí", afirma. "Hicimos todo lo posible por encontrarlo". Presentaron muestras de ADN tanto en Estados Unidos como en México.

Como tantos otros seres queridos que desaparecen en las tierras fronterizas, puede que sea imposible saber qué le ocurrió a Danny.

"¿Cómo despedirme cuando no sabemos nada de lo que pasó?". pregunta Angélica.

Su desaparición tendrá un impacto permanente en su familia. "Si ya no está con nosotros, me gustaría que supiera que siempre fue querido por mis padres, por mí, y que yo lo sigo queriendo y lo querré siempre", dijo. "Me gustaría que, en lugar de mensajes de texto, hubiéramos podido hablar por teléfono, para poder decirle lo mucho que lo quería, aunque sé que él lo sabía. Ojalá hubiera podido decírselo".

Hugo Patricio Tenezaca en 2010.

© 2010 Privada

Hugo Patricio Tenezaca 

Hugo Patricio Tenezaca, de 19 años, llamó a su madre, Romelia Yuqui, quien reside en Nueva York para pedirle su bendición. Iba a cruzar el desierto de Sonora para entrar en Estados Unidos. Desapareció el 17 de junio de 2012.

Hugo había logrado atravesar el desierto en octubre de 2009, la primera vez que salió de Ecuador para estar con su madre en Nueva York.

Romelia, residente legal permanente en Estados Unidos, había abandonado Ecuador cuando Hugo era un niño en busca de una vida mejor después de que su entonces marido -un agente de policía- abusara de ella.

Durante dos años, Hugo trabajó en una librería de Manhattan, con lo que ayudó a pagar la deuda de su anterior travesía. Pasaba su tiempo libre jugando con sus hermanos, mucho más pequeños, pintando, dibujando y tocando la guitarra. Romelia aún ve un vídeo que tiene de él cantando y tocando la guitarra en el salón.   

Pero cuando el padre de Hugo murió en Ecuador, Hugo decidió volver para apoyar a su hermana Mayra, maltratada por su madrastra y sus hermanos, y ayudarla a que continuara sus estudios.

"Lo acompañé al aeropuerto", cuenta Romelia. "Vi su última expresión cuando se fue, despidiéndose de mí. Me tiré al suelo y lloré. Le dije: 'Hugo, no te vayas', pero se fue".

En Quito, las cosas no salieron como había planeado. Al vivir en otro país, sus amigos vieron que tenía dinero, empezaron a aprovecharse de él y acabaron golpeándolo y robándole. Mientras tanto, Mayra consiguió un visado y se fue a Estados Unidos.

Hugo fue al consulado estadounidense y al principio le aprobaron el visado para viajar sano y salvo de regreso con su madre. Pero entonces, recuerda Romelia, le retiraron el pasaporte ecuatoriano y el visado estadounidense por razones que la familia no comprende. Sin una forma legal de emigrar, Hugo se desesperó. Él y su madre contactaron con el mismo contrabandista guatemalteco que les había guiado la primera vez y le pagaron 14.000 dólares.

El viaje fue difícil, y llamaba a Romelia a menudo.

"Mamá, hemos llegado a México, [y] no es como cuando crucé la primera vez", dijo Hugo. "La carretera es un completo terrorismo. Los narcotraficantes asaltaron al grupo con el que viajábamos, yo me metí debajo de un auto y no dejé que me robaran nada." Hugo tardó casi un mes en llegar a la frontera.

Hugo la llamó desde las cercanías de Altar, Sonora, para avisarle de que iba a cruzar y pedirle que dijera una bendición por él. Dijo que caminaría unos cinco días y que llegaría en unos ocho días. Le dijo que la quería mucho.

Fue la última vez que le habló.

Pasaron ocho días y Romelia empezó a hacer llamadas telefónicas para localizar a su hijo. Nadie le dio una respuesta clara. Le decían que había desaparecido, que se había perdido buscando agua, que había echado a correr, que se había dormido y no se había despertado. Habló con una ecuatoriana que Hugo había conocido y con la que había entablado amistad durante el viaje, quien le dijo que prefería contarle a Romelia lo sucedido en persona. Nunca lo hizo.

Romelia publicó información sobre Hugo en Facebook y presionó a los consulados ecuatorianos de Nueva York y Arizona para que ayudaran a investigar. No sirvió de nada.   

Empezaron a timar a Romelia, estafadores que sabían que Hugo había desaparecido y querían aprovecharse de la situación. Llamaban diciendo que habían secuestrado a Hugo y que si quería volver a verlo tendría que pagar 2.000, 3.000, 7.000 dólares. Romelia llamaba desesperada para conseguir el dinero, sin saber cómo lo devolvería.   

Una fría noche, un hombre llamó para pedir otros 7.000 dólares, diciendo que Hugo estaba en una furgoneta roja a la vuelta de la esquina. Romelia envió el dinero, dobló la esquina y esperó. No había ninguna furgoneta ni vino nadie. El hombre llamó para decir que no podía venir porque la zona estaba "demasiado caliente" por la actividad policial. Pero no había policía.

Romelia dijo: "Si me hubieran dicho: 'Tu vida a cambio de la de tu hijo, habría dado mi vida". 

Mirna y Angélica sosteniendo carteles con fotografías de sus seres queridos desaparecidos, Bairon Banegas Flores y Daniel Pérez Romero, en la Conferencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Boulder, CO, 2018. © 2018 Particular 

Bairon Fabrizzio Banegas Flores 

En 1998, Bairon Fabrizzio Banegas Flores, de 17 años, huyó de Honduras tras ser amenazado de muerte por un grupo criminal, y le dejó una nota a su madre, Myrna: "Mami, me voy a Estados Unidos. No te preocupes por mí, voy a llegar. Cuando lo haga, te avisaré".

Llegó a Nueva York, pero acabó bajo custodia de los funcionarios de inmigración estadounidenses. Como era un niño, lo internaron en un centro que trató de encontrarle un hogar de acogida hasta que cumpliera los 18 años. Ya adulto, se involucró en una iglesia y se trasladó a Bowling Green (Kentucky), donde conoció a su esposa y estudió para ser pastor. Allí fundó una iglesia y tuvo dos hijas.

Myrna quería que Bairon fuera médico, y cuando lo visitó por primera vez en Estados Unidos, él le dijo que sus sueños se habían hecho realidad, pero con un giro. "Soy el mejor médico y medicina para la gente porque [como pastor] curo los corazones heridos", le dijo.

Bairon se ganó la confianza de la comunidad inmigrante y, con el tiempo, se convirtió no sólo en un líder religioso, sino en un consejero para quienes se enfrentaban a la deportación u otros problemas de inmigración. Cuando la iglesia lo envió a Louisville (Kentucky), siguió asesorando a los miembros de su congregación sobre cuestiones de inmigración.

Cuando un miembro de la congregación fue detenido por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) en 2013, Bairon, que tampoco estaba autorizado, acudió a la oficina para abogar por el compañero inmigrante. Aunque nunca había tenido problemas con el ICE en Bowling Green, los funcionarios del ICE en Louisville tenían una actitud completamente diferente. Los funcionarios del ICE le pidieron que mostrara pruebas de su situación legal. Cuando no pudo presentar ninguna, lo detuvieron y lo deportaron rápidamente.

Myrna dijo. "Fui a recogerlo al aeropuerto [de San Pedro Sula, Honduras,] y llegaron como si fueran presos, como si fueran delincuentes, encadenados y todo eso... Fue una forma terrible [de tratarlos]".

Permaneció en Honduras seis meses, fundando otra iglesia y trabajando con la juventud local. Pero cuando una de sus hijas pequeñas, ya en Kentucky, se deprimió y se negó a comer o a salir de su habitación, decidió volver con su familia.

"Pongo mi vida en manos de Dios, y sé que me ayudará y que llegaré hasta mi hija", recuerda Myrna que le dijo cuando le preguntó si estaba seguro de emprender el viaje.

La última vez que Myrna habló con su hijo, él le dijo que ya había cruzado la frontera de Arizona y que al día siguiente los contrabandistas lo recogerían en un lugar de encuentro acordado.  Myrna contó los días. Esperó ocho días, luego diez.

Su familia lo buscó por todas partes, pero nadie ha vuelto a saber nada de Bairon. "Al principio fue muy doloroso, porque siempre estaba ahí: no había un solo día que no me llamara o enviara un mensajito", cuenta Myrna.

La ausencia de Bairon ha afectado a toda su familia, pero especialmente a sus hijas. La mayor dejó de ir a la iglesia.

Desde entonces, Myrna y su marido Raúl han dedicado su vida a ayudar a defender los derechos de los migrantes. "Lo que está ocurriendo en la frontera me parece espantoso", afirma Myrna. "Tenemos que cambiar la forma en que se trata a los inmigrantes".

Maya L. 

Maya L. compartía un apartamento en Ciudad de México con su familia: su marido, su madre, sus hermanas y sus hijos. Aunque no tenían mucho dinero, se tenían los unos a los otros.   

"Todo iba bien hasta que llegó la pandemia", afirma Bianca, la hermana de Maya.

Como más de 100 millones de personas en todo el mundo, el marido de Maya, Marcus, perdió su trabajo cuando la ciudad entró en cierre patronal. Las calles de una de las ciudades más grandes del mundo se quedaron vacías de repente. Marcus luchó por encontrar trabajo, incluso buscó una oportunidad "prometedora" en un estado cercano, pero fue estafado. La familia tenía menos dinero que nunca.

Marcus vendió su coche y utilizó el dinero para cruzar el desierto de Sonora. Llegó a Estados Unidos sin incidentes, encontró trabajo rápidamente en Arizona y empezó a enviar dinero a casa. Pero él y Maya se echaban de menos y pronto decidieron que Maya también se iría a Estados Unidos.

"Mamá, me voy", dijo Maya. "Voy a construirte una casita y no vamos a sufrir más. Te prometo que volveré pronto". Dijo que volvería en un par de años.

Su madre estaba preocupada y quería que Maya se quedara, pero Maya había tomado una decisión. El día que se fue, su hermana Bianca abrazó a Maya, apretándola fuerte.

Sabían por las noticias que cruzar la frontera era peligroso, aunque no sabían de nadie que hubiera desaparecido.

Una vez que Maya llegó a Sonora, cerca de la frontera, tuvo que quedarse en una casa de seguridad y esperar. Maya dice que el coyote parecía una buena persona. El hecho de que estuviera con su mujer la sorprendió: las mujeres migrantes sufren un nivel desproporcionado de abusos sexuales, y tener a una mujer cerca ayudaba a Maya a sentirse más segura.

Marcus había pagado 2.000 dólares al coyote e iba a pagar otros 3.000 una vez que Maya consiguiera cruzar a Estados Unidos. Tras siete días en la casa de seguridad, Maya dijo a su familia que cruzaría y les hablaría cuando llegara.

La familia empezó a preocuparse cuando pasó una semana sin noticias de Maya. Esperaron. Pasó otra semana. Llamaron al coyote varias veces y cada vez les decía una cosa distinta.

"Se quedó en la reserva natural", dijo una vez el coyote.

"No, ella ya está aquí en este lado", dijo en otra ocasión.

"Lo que pasó es que migración nos agarró y ella corrió con uno de los guías y un primo. Se largaron los tres".

La última vez que llamaron, el coyote dijo que Maya había muerto. Luego dejó de coger el teléfono.

Su familia llamó al consulado mexicano, a las autoridades de inmigración estadounidenses, a las oficinas de los médicos forenses y a los hospitales. Nadie podía decirles qué le había ocurrido a Maya. "Han pasado nueve meses sin saber de mi hermana, y es como estar muerta, sin vida, porque pensar si está muerta, si la están prostituyendo, si alguien la tiene. . . Es muy agotador vivir con esto a diario", dijo Bianca.

Marcus, afectado por su desaparición, acabó hospitalizado en un centro de salud mental.

Los extorsionadores tenían a la familia en su punto de mira. Uno de los guías del grupo contratado para llevar a Maya a través de la frontera se puso en contacto con la familia, prometiendo enviar a unos cuantos coyotes en busca de sus restos a cambio de casi 5.000 dólares. Los contrabandistas prometieron llevar los restos a la carretera para que pudieran llamar a los agentes de la Patrulla Fronteriza para que los recogieran.

"Cedimos", dijo Bianca. "Se pagó el dinero, [pero] al final no hubo respuesta". 

En otro incidente, poco después de publicar un aviso sobre Maya en Facebook, unas personas se pusieron en contacto con su familia para decirles que la habían secuestrado y pedir un rescate de 1.170 dólares. Enviaron una foto trucada en la que aparecía la cara de Maya en Facebook sobre el cuerpo de otra persona. La familia nunca envió dinero.

"Empezaron a decirnos que, si no pagábamos, la matarían", cuenta Bianca.

Pero la familia de Maya ya sospecha que está muerta. 

La familia de Mateo Salazar en su casa de Nueva Jersey, en diciembre de 2019. © 2019 Particular 

Mateo Dolores Salazar Hernández 

Mateo Dolores Salazar Hernández tenía experiencia en cruzar la frontera entre Estados Unidos y México. Con familia en ambos lados, Mateo, que vivía en Nueva Jersey y era conocido por su ética de trabajo y optimismo, había ido y venido varias veces.

Según la esposa de Mateo, Gloria Benítez, Mateo vino a Estados Unidos para construir una vida mejor para la familia. Él quería ser capaz de ahorrar suficiente dinero para que no tuvieran que depender de sus hijos en la vejez.

Mateo partió a México de nuevo en mayo de 2018 para conocer a su nueva bisnieta y ver a su nieta, Diana Salazar, quien llama a Mateo "papá."  También fue para asistir a la boda de su hija Virginia.

"Cuando venía, me dije: 'Por fin mi niña va a conocer a mi papá'", contó entre lágrimas Diana, que entonces vivía en México.

Pero Mateo desapareció cuando regresaba a Estados Unidos. Al principio, la familia llamó a todos los sitios que se les ocurrieron: hospitales, centros de detención y cárceles.

Finalmente, la familia se puso en contacto con Ángeles del Desierto, un grupo sin ánimo de lucro que presta servicios de búsqueda y rescate.

"Entró por Nuevo México y [los contrabandistas] nos dijeron que se había quedado entre Hachita y Playas, pero nunca pudimos encontrarlo", cuenta Gloria.

La familia condujo desde Nueva Jersey para buscar en zonas del desierto que se extienden a lo largo de cientos de kilómetros, situadas entre picos montañosos a ambos lados. Se reunieron con el grupo de ayuda de Ángeles del Desierto.

"¿Dónde estás?" recuerda Diana que se preguntaba en desierto mientras buscaba a Mateo.

Tras tres días de búsqueda, dieron por terminada la expedición. Unos meses después, los Salazar volvieron a buscar durante tres días, sin encontrar nada. Enviaron su ADN a Colibrí por si se podía cotejar con los restos no identificados de alguien.

"Mi vida cambió radicalmente cuando desapareció mi marido", dice Gloria. "Llevábamos 42 años de casados, y recuerdo que mis hijos nos decían: 'Cuando lleguen a los 50 años de casados, les vamos a hacer una fiesta'. Ahora que pasa el tiempo, esos 50 años van a llegar. A ver si de aquí a nuestro aniversario de boda nos enteramos de algo".

Gloria piensa en qué habría pasado si se hubiera ido con Mateo a México como él le había sugerido, que a lo mejor él no habría intentado volver a Estados Unidos. Pero ha tenido que ser fuerte por sus hijos, que también a veces han tenido que luchar con los "y si..." y aceptar la pérdida de su padre.

"Tengo otro bebé, ahora tengo dos", dice Diana, que recuerda despertarse temprano en las mañanas de verano con el sonido de Mateo cortando la hierba y cantando. "Mi hijo se llama Mateo, y la verdad es que no pierdo la esperanza de que lo encuentren".

Virginia, que agradeció haber visto a su padre en su boda, recordó una canción que su padre solía cantar cuando venía a casa - "Después de Tanto", de José María Napoleón- y en ocasiones le pedía a su ahora esposo que tomara la guitarra para una improvisada sesión de karaoke y tocara esa melodía.

Hoy, después de tantos años de no verte, te encontré/ Hoy, al verte entre las gentes, sin que tú te dieras cuenta/ Supe que vives en mi/ No sé, no sé si pueda continuar lejos de ti.

Elena sosteniendo una foto de su difunta madre Ofelia, cuyos restos fueron identificados por Colibrí en 2018.

© 2018 Particular

Ofelia Muñoz Valenzuela 

Ofelia Muñoz Valenzuela era de un pequeño pueblo, Ignacio de la Llave, en el estado costero mexicano de Veracruz. Desapareció en la frontera entre México y Estados Unidos en 1997, cuando su hija, Elena González, que hoy vive en Nueva York, tenía sólo 14 años.   

Ofelia era conocida localmente como la "Güera Musiquera", apodo que le venía de su amor por la música. "No tocaba ningún instrumento, ni bailaba, pero llevaba la música en las venas", dice Elena sobre su madre. El hecho de no saber bailar ni llevar una melodía no impidió que Ofelia lo intentara. Organizaba frecuentes fiestas de baile en el pueblo y se movía con rigidez por la pista.

"Mi padre era alcohólico, bebía demasiado y siempre llegaba a casa borracho y nos pegaba", cuenta Elena. "Primero empezó conmigo y acabó con mi madre... Creo que fue una de las razones por las que ella decidió marcharse y emigrar".

Cuando Elena tenía sólo dos semanas de vida, su padre ordenó a Ofelia que se llevara a su bebé por el sonido de los llantos de Elena. Desde entonces, Elena dividía su tiempo entre la casa de su abuela en la ciudad de Veracruz y la casa de sus padres.

En México, el cumpleaños número 15 de una niña es una ocasión muy importante para muchas familias y comunidades. Es costumbre que las familias organicen una fiesta ostentosa, llamada quinceañera, para celebrar la transición de una niña a la edad adulta. Las fiestas pueden implicar listas de invitados, alquiler de salón, decoración, vestido y trajes nuevos, vuelos caros y peluqueros y maquilladores.

Como el marido de Ofelia no quería o no podía contribuir económicamente, cuando Elena tenía 14 años, Ofelia le dijo a su hija que quería proporcionarle una mejor vida. Ofelia le dijo que se iría a Estados Unidos a trabajar y ahorrar dinero para los quince de Elena. "No importa lo que tenga que hacer, voy a asegurarme de que tu [quinceañera] se celebre", recuerda Elena que le dijo su madre antes de que Ofelia partiera hacia Estados Unidos.

Cuando Elena cumplió 15 años el 22 de octubre, recuerda que se sentó en un mueble fuera de la casa de su abuela y esperó a su madre durante horas. Pensó que quizá su madre no se había puesto en contacto porque quería darle una sorpresa. Pero Ofelia nunca volvió.

Más tarde, Elena se reunió con un hombre llamado Misael, que formaba parte de los migrantes de su pueblo que regresaron tras fracasar en su intento de llegar a Estados Unidos. Misael le dio los documentos de identidad de Ofelia. Misael le contó a Elena que cuando detuvieron a su madre por primera vez en Estados Unidos, tenía el pelo largo y rizado, como Elena. Pero los guardias del centro de detención le afeitaron la cabeza porque Ofelia no paraba de arrancarse el pelo a causa del estrés. Probablemente deportaron a su madre a México.

Pasaron los años y Elena acabó emigrando a Estados Unidos. Buscó a su madre de boca en boca y en las redes sociales sin éxito. Finalmente, alguien le dijo que se pusiera en contacto con el Centro Colibrí de Derechos Humanos. En 2017, el personal del Programa de Migrantes Desaparecidos de Colibrí fue a Nueva York, donde vive Elena, y recogió una muestra de su ADN para compararla con el ADN encontrado en personas que murieron cruzando la frontera entre Estados Unidos y México.

Veintiún años después de la desaparición de su madre, Elena supo que su ADN coincidía con el de un cráneo humano hallado en el condado de Webb, Texas.

Hoy, Elena es músico. Al igual que su madre, se ha inclinado por el canto.

"Sentía que cantar no era lo mío, pero de repente me refugié en eso, [en] cantar", dice. Cuando canta, Elena recuerda cómo su madre la miraba con orgullo y alegría. "Esa imagen es a la que ahora siempre le canto. Es la que siempre veo delante de mí cuando canto".

Rony Eliaquín Escobar Díaz 

Rony Eliaquín Escobar Díaz admiraba a su hermano mayor, Wagner. Quería hacer todo lo que hacía su hermano: escuchar música, ver la televisión, jugar, ir a trabajar. Y Wagner, que actualmente vive en Arizona, agradecía la atención de su hermano pequeño.

Rony desapareció el 3 de septiembre de 2018, después de que decidiera seguir a su hermano mayor hacia el norte, cruzando el desierto de Sonora y adentrándose en Estados Unidos. "No fue sino hasta un año y medio después [de su desaparición] que empecé a soñar con él", dijo Wagner.

Los hermanos crecieron en Chiapas, un estado del sur de México fronterizo con Guatemala. Wagner estudió en una universidad de Chiapas durante un par de semestres, pero interrumpió sus estudios porque carecía de apoyo económico y no encontraba trabajo. Quería un trabajo bien pagado y un mejor nivel de vida, algo que dijo haber visto en las películas de Hollywood, y decidió viajar a Estados Unidos.

Cuando Wagner se marchó de Chiapas, Rony era aún un niño pequeño, así que se quedó atrás.

El viaje de Wagner a Tucson, Arizona, fue duro y peligroso, dijo, a pesar de que estaba en buena forma física por haber trabajado largas horas en las montañas de Chiapas. Caminó durante ocho días y ocho noches por el desierto con un grupo de otros migrantes. Sabía que un paso en falso, una mala caída o una torcedura de tobillo lo pondrían a un paso de la muerte. Durante los dos últimos días, estuvieron sin agua ni comida, salvo una lata de atún y una tortilla de harina que compartieron entre el grupo.

Una década más tarde, cuando Rony tenía 20 años, empezó a hacer planes para dirigirse también al norte. En septiembre, unos chicos que conocía del pueblo le llamaron para preguntarle si quería cruzar con ellos. Ya estaban en Sonora, un estado mexicano fronterizo con Estados Unidos. Y así fue como Rony partió, viajando solo por México, un viaje de casi 3.000 kilómetros que entraña graves riesgos.

Rony llegó sano y salvo a Sonora y se preparó para cruzar la frontera entre Estados Unidos y México cerca de donde había cruzado su hermano. 

"Tienes que estar sano, mentalmente", le dijo Wagner a Rony por teléfono. "Tienes que hacerlo bien, con decisión, sin preocuparte ni nada, porque eso también te pasa factura. No es fácil llegar; por ejemplo, si tienes problemas, tu mente está en otra parte, entonces seguro que te pasa algo malo". Wagner explicó los riesgos. "Esto no es un juego", le dijo Wagner.

"Sí, está bien, hermano", respondió Rony. "Nos veremos por allí".

No volvieron a hablar.

Con el paso de los días, Wagner y los demás familiares de Rony empezaron a preocuparse. Los compañeros de viaje de Rony ofrecieron diferentes versiones de lo que ocurrió cuando Rony se quedó atrás. Dijeron que la Patrulla Fronteriza llegó y dispersó al grupo, y que Rony, que estaba enfermo, se perdió; o que Rony, enfermo y cansado, simplemente se cayó. Cuando Wagner se puso en contacto con los organismos de rescate y el consulado mexicano, sintió que le ignoraban.

Wagner estaba destrozado. Estaba en la cocina del restaurante donde trabajaba y de repente sentía que se le paraba el corazón. Tuvo que pedir la baja laboral.

Wagner dice que reza preguntando a Dios dónde está Rony. "No puedo creer que una persona se pierda así y desaparezca en la nada. Eso no puede ser posible".

Wagner y su familia aún mantienen la esperanza de que Rony esté vivo. Desde ambos lados de la frontera entre EE. UU. y México, dicen que sueñan que lo ven sonriendo y cavilando, agradecen haberlo visto de alguna manera. Luego vuelven a sentir el dolor de la pérdida al darse cuenta de que los sueños no son realidad.

"Le pedí a Dios que me diera esos sueños", dijo Wagner. "Deseo que este sueño dure para siempre y continúe. Toda la vida".

Rosita a los 18 años, 2020.

© 2020 Particular

Rosita L.

“¿Cómo es posible que luego de esperarla con tanto amor, yo haya venido a verla por última vez y que de ella no quedan más que huesos?”, se preguntó Rosa cuando por fin encontraron el cuerpo de su sobrina, Rosita L.   

Rosita era como una hija para Rosa. La joven de 19 años creció en Tabasco, un pequeño pueblo costero del sur de México. Su padre trabajaba como pescador y su madre vendía tamales y tortillas en la calle, pero el pueblo tenía pocas oportunidades para los jóvenes. Los padres de Rosita sufrían enfermedades crónicas. Rosita quería reunirse con sus tías, Rosa y Lili, en Estados Unidos para trabajar y cubrir los gastos médicos de sus padres. Sus tías son residentes legales permanentes. 

En abril de 2021, Rosita decidió emprender el viaje con una vecina y una prima. Acordaron pagar a un traficante 7.500 dólares para que les guiara.

En junio, Rosita cruzó la frontera hacia el sur de Texas con un grupo de personas, incluida su prima. Cuando el grupo llegó a Odessa, Texas, tres días después, Rosita no estaba con ellos. "No podía seguir caminando y se quedó atrás", explica la prima de Rosita. "Dijo que se iba a entregar a inmigración".

Las tías empezaron a llamar a la Patrulla Fronteriza, facilitando la ubicación aproximada del lugar donde su sobrina había sido vista por última vez y preguntando si irían a buscarla. Cuando la Patrulla Fronteriza respondía, decían que buscarían más tarde o que ya habían buscado. Decenas de llamadas y visitas al consulado mexicano también resultaron infructuosas. Fue necesario que un sheriff local, que cogió el teléfono cuando las tías de Rosita llamaron, hiciera todo lo posible para encontrar los restos de Rosita.

"Aquí en Texas, nadie va a ayudar, señora", recuerda Rosa que dijo el sheriff. "Eso de que la Patrulla Fronteriza le dijo que iban a buscarla, es mentira. No lo hacen. El cuerpo fue encontrado porque un ranchero nos alertó que el cuerpo estaba ahí. ¿Cuándo fue [la Patrulla Fronteriza] a recogerlo? Hasta que les dio la gana".

Lili y Rosa creen que, si la Patrulla Fronteriza hubiera buscado, los agentes podrían haber encontrado a su sobrina con vida.

Antes de que encontraran sus restos, las tías viajaron dos veces a Odessa, Texas, basándose en falsos avistamientos de su sobrina. Llamaron o visitaron a diario el consulado mexicano. Publicaron mensajes en Facebook y otras redes sociales. Y llamaron a organizaciones de búsqueda y rescate en la frontera.

Algunas personas intentaron aprovecharse de su situación. En ocho ocasiones recibieron llamadas de personas que decían haber secuestrado a Rosita y pedían un rescate. Los estafadores enviaron fotografías trucadas utilizando el rostro de Rosita de las publicaciones de personas desaparecidas en Facebook.

El sheriff habló con el vecino que había viajado con Rosita para averiguar el lugar exacto donde se había quedado. "Se comunicaba conmigo a diario", dijo Rosa. "Ese sheriff era un ángel buscando a Rosita".

El sheriff supo por los funcionarios del condado que, efectivamente, habían recogido los restos de Rosita, que habían sido llevados a la Universidad Estatal de Texas, ya que la morgue del condado estaba llena. Las tías tendrían que decirle a la madre de Rosita que estaba muerta. Rosa se coordinó con el Centro Colibrí de Derechos Humanos para viajar a Tabasco y recoger ADN de la madre de Rosita. Su ADN coincidió.

Lili y Rosa fueron a San Marcos, Texas, a ver los restos de Rosita. El forense las recibió y les explicó que habían intentado respetar y cuidar los restos de su sobrina. También entregó a las tías las pertenencias de Rosita.

"Lo único que puedo decirles es que mi sobrina está bien", dijo Lili. "Donde Dios la tenga, ella está bien. Porque, aunque vivió algo muy difícil, cuando entré [en la habitación] sentí esa paz, esa tranquilidad."

Ahora, lo único que tiene la familia son recuerdos, fotos y un altar en la casa donde Rosita creció. Su hermano pequeño le sirve un vaso de Coca-Cola a la hora de comer y lo deja en el altar, junto con su pastel favorito.

Las hermanas Bernal comparten una foto de su padre Gualberto Bernal, Los Ángeles, California, 2021.

© 2021 Luis Osuna

Gualberto Bernal Villanueva 

El mejor pan del barrio se podía encontrar en la panadería que Gualberto Bernal Villanueva abrió en su casa de Acapulco (México). Vendía casi todos los días rosquillas, bolillos y conchas, entre otras delicias dulces y saladas. El pan era tan bueno que la familia lo utilizaba como moneda de cambio, cambiándolo por otros productos de primera necesidad que vendían sus vecinos.

Una de sus tres hijas, María, solía ayudarle en la cocina. "Nunca escribió ninguna receta ni nada parecido", dice. "De hecho, lo tenía todo en la cabeza".

Ahora esas recetas se han perdido.

Durante más de 15 años, los hijos de Gualberto se han preguntado si su padre está vivo o muerto. "Es como si nunca fuéramos a tener respuestas", dice María.

Gualberto decidió cruzar el desierto para acompañar en el viaje a su hija menor, Tania, después de que la persona que debía acompañarla se echara atrás. Planeaba reunirse con sus tres hijos mayores, que ya vivían en Los Ángeles.

Los hermanos estaban aprensivos ante la llegada de su padre. Hacía mucho tiempo que no lo veían y no siempre había sido fácil llevarse bien con él: sus hijas María, Yesenia y Tania lo recuerdan como un rígido disciplinario que no las dejaba salir mucho de casa ni les permitía ver a sus novios sin la compañía de sus padres y hermanos.

El 2 de junio de 2007, después de caminar tres días y tres noches por el desierto de Sonora, Gualberto y Tania cruzaron la frontera entre Estados Unidos y México y se encontraban en Arizona, a sólo 5 minutos a pie de la autopista cerca de Nogales y Tucson, junto con un numeroso grupo de migrantes.  Era el cumpleaños de Gualberto.

Los traficantes dividieron el grupo en dos, Tania en uno y Gualberto en otro. El grupo de Tania caminaba unos tres metros por delante.

"Me di la vuelta porque él no estaba tan lejos detrás de mí, y [vi] que venía", dijo Tania. "Mi padre estaba en perfectas condiciones".  Cinco minutos después, Tania volvió a girarse para mirarlo, y ya no estaba.

"Intenté con impotencia volver a buscarlo, pero no me dejaron", dijo.  Un amigo de su padre que viajaba en el segundo grupo dijo que Gualberto huyó después de que alguien le golpeara. "Desde entonces, no volví a ver a mi padre", cuenta Tania. 

Poco después, Tania fue detenida por agentes de la Patrulla Fronteriza. Les dijo que su padre había desaparecido. Los agentes dijeron que lo buscarían, pero desde entonces se han negado a responder a más peticiones de información.

Como los hermanos no tenían estatus legal en Estados Unidos, temían pedir ayuda a las autoridades estadounidenses. Un amigo acudió a los consulados mexicanos de Tucson y Yuma (Arizona), y ellos mismos acudieron al consulado mexicano de Los Ángeles. Nunca recibieron respuesta. Los únicos que llamaron a la familia fueron unos estafadores que decían tener cautivo a Gualberto. Pedían 3.000 dólares. Pero cuando se negaron a que una de las hijas de Gualberto, Yesenia, hablara con él, ella rehusó pagar.

"Es un fraude", dice Yesenia. "Es triste para las familias, porque no sabes si realmente [tienen a tu ser querido]".

Por ahora, la familia espera, como lo ha hecho durante más de una década. Como en el caso de la mayoría de las otras familias que aparecen en este informe, el Centro Colibrí de Derechos Humanos coteja su ADN cada seis meses con el de los últimos restos humanos descubiertos.

Residentes de Eagle Pass, Texas, celebran una vigilia el 4 de septiembre de 2023 para conmemorar a las personas que han muerto intentando cruzar la frontera nadando por el Río Grande.

© 2023 Ari Sawyer/Human Rights Watch

Este reportaje fue redactado e investigado por Ari Sawyer. Las entrevistas con las familias fueron realizadas por Perla Torres, del Centro Colibrí. Diseño de la página web: Maggie Svoboda. El informe fue traducido al español por Claudia Núñez. Agradecemos a las familias que hayan compartido su dolor y su amor con nosotros.