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Protesta contra la política de "Quédate en México" frente al Tribunal Supremo de EE.UU., Washington, D.C., 26 de abril de 2022. © 2022 Photo by Michael Brochstein/ Sipa via AP Images

Ana abandonó su hogar para siempre cuando apenas era una adolescente. El pequeño pueblo en el que nació estaba lejos de cualquier lugar y carecía de electricidad, agua corriente y carreteras asfaltadas.

Una guerra devastadora acababa de cobrar innumerables vidas y de destrozar la región. El país en el que había vivido toda su vida hasta entonces acababa de derrumbarse. Desapareció literalmente del mapa. Un nuevo gobierno de un país recién inventado luchaba por hacerse con el control de la región frente a un violento levantamiento extremista. Todos los trastornos provocaron una hambruna generalizada.

Ana atravesó tierras devastadas por la guerra y mares tormentosos hasta llegar a la frontera estadounidense. Llegó sin nada más que 25 dólares, todo lo que le quedaba del dinero que un joven estadounidense le había enviado para el viaje. Ana esperaba empezar una nueva vida con él.

Era un pariente no muy lejano de Ana, cuyos padres eran originarios de un pueblo cercano a su lugar de nacimiento. Querían que su hijo tuviera una "esposa tradicional" y ayudaron a concertar el matrimonio, del que finalmente nacieron ocho hijos.

Ana cuidó de los niños a la manera tradicional, basada en su religión, cultura, comida y lengua. Ana no hablaba ni una palabra de inglés cuando llegó a Estados Unidos, y nunca lo aprendería.

Conozco a gente en Estados Unidos hoy en día -quizás incluso algunos familiares míos- que verían la historia de Ana con consternación e incluso enfado. Refunfuñarían sobre la "migración en cadena" y la "negativa a integrarse". Dirían cosas como "¡debería hablar inglés!". Y algunos dirían cosas mucho peores.

Empezarían a despotricar sobre los inmigrantes en Estados Unidos, sobre cómo están teniendo demasiados hijos y cómo se están apoderando de ellos con sus costumbres extranjeras. Algunos de mis parientes estadounidenses tampoco sentirían compasión por Ana, una pobre mujer extranjera que consiguió huir de su país, devastado por la crisis.

No obstante, si algunos de mis parientes adoptaran esta actitud, me resultaría bastante curioso, porque Ana (nombre ficticio) también era pariente nuestra: mi abuela.

Su historia es más o menos la de millones de abuelas y bisabuelas estadounidenses.

Oh, pero, pero -oigo replicar rápidamente a alguien-, pero las cosas eran diferentes entonces, hace unos cien años, cuando Ana abandonó Eslovaquia oriental entre los escombros del imperio austrohúngaro tras la Primera Guerra Mundial. Las cosas han cambiado.

Pero, ¿ha cambiado algo realmente?

Sigue habiendo convulsiones políticas, guerras y hambrunas. Sigue habiendo gente que intenta escapar de ellos y construir una vida más segura en otro lugar. Sigue habiendo personas desesperadamente pobres que reciben ayuda para hacerlo de familiares algo menos pobres que ya están en Estados Unidos. La gente sigue llevando consigo su cultura cuando se traslada.

Nada ha cambiado. Simplemente, algunos estadounidenses olvidan sus humildes raíces inmigrantes.

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