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A primera vista, parecía que se trataba de una broma de mal gusto. En el día internacional de los derechos humanos, el Embajador de Estados Unidos en México, Anthony Wayne, publicó un artículo “celebrando” los avances de México en derechos humanos. “Estados Unidos reconoce al gobierno de México”, señaló en el diario El Universal, “por los esfuerzos que ha hecho para promover la protección de los derechos humanos”.

Resulta difícil imaginar un momento menos oportuno para tan inmerecido elogio.

El Embajador Wayne expresó este reconocimiento a menos de dos semanas de las estremecedoras revelaciones del Washington Post, que indicaron que según la Procuraduría General de la República, cerca de 25.000 mexicanos desaparecieron durante los pasados seis años, a causa de la violencia vinculada con el narcotráfico. La cifra fue filtrada por un analista gubernamental que temió que ni el gobierno saliente de Felipe Calderón ni el entrante de Enrique Peña Nieto, estuvieran dispuestos a admitir que tantas personas pudieran simplemente desaparecer, ni mucho menos a investigar lo sucedido.

Las desapariciones son sólo una cara del nefasto legado que ha dejado la “guerra contra el narcotráfico” del Presidente Calderón. Durante su mandato, soldados y policías recurrieron en forma sistemática a la tortura para obtener confesiones en el marco de la lucha contra los carteles y cometieron numerosas ejecuciones. Prácticamente ninguno de los responsables ha sido sancionado. De las casi 5.000 investigaciones iniciadas por la justicia penal militar, entre diciembre de 2006 y abril de 2012, solo 38 soldados fueron condenados.

Durante gran parte de su gestión, Calderón sostuvo que no conocía ningún caso de violación de derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad. Cuando me reuní con él a fines de 2011, admitió finalmente que muchos de estos abusos habían ocurrido. Lamentablemente, las escasas medidas que luego adoptó fueron insuficientes y tardías.

Si bien Peña Nieto al menos ha reconocido el fracaso de la política de Calderón, Washington pareciera no haberse hecho eco de esta situación. Lo cierto es que los elogios del embajador actual en México están en sintonía con la postura del gobierno de Obama, que ha celebrado frecuentemente los esfuerzos de Calderón en su ofensiva contra los carteles, como cuando aplaudió la “valentía” de Calderón en conferencias de prensa en marzo de 2011 y abril de 2012. Obama en ningún momento ha manifestado públicamente preocupación por los terribles abusos cometidos por las fuerzas de seguridad de ese país.

Las acciones del gobierno de Obama han sido consistentes con su discurso. Desde 2007, Estados Unidos ha aportado ayuda por aproximadamente US$ 2 mil millones para combatir la delincuencia organizada en México. Parte de estos fondos se han destinado a programas valiosos, como la capacitación del Ministerio Público. Un porcentaje de la ayuda destinada a las fuerzas de seguridad supuestamente está supeditada al cumplimiento de requisitos en derechos humanos. A pesar de que tales requisitos nunca han sido cumplidos, Washington ha aprobado los fondos con regularidad. 

El análisis más honesto que ha presentado el gobierno de Obama sobre la situación en México, provino del predecesor de Wayne --Embajador Carlos Pascual-- quien envió varios cables a Washington advirtiendo sobre la corrupción, la incompetencia y los abusos de las fuerzas de seguridad. Cuando los memorandos fueron filtrados por WikiLeaks, Calderón exigió el retiro del Embajador Pascual. En vez de apoyar al embajador o abordar sus denuncias, Obama aceptó su renuncia y nombró a Anthony Wayne en su reemplazo.

El Presidente Peña Nieto ha expresado su intención de abandonar la frustrada “guerra contra el narcotráfico” y enfocarse en cambio en la reducción de la violencia. Pero no ha dicho cómo lo hará, ni cómo enfrentará los abusos cometidos. De hecho, su principal estrategia parece estar encaminada a desviar la atención del tema de seguridad y enfocarla en la economía. Hasta ahora, el gobierno de Obama se muestra más que satisfecho con seguir esta línea.

Esto sería un error. El Presidente Obama debería manifestarse en forma pública y contundente sobre la necesidad de abordar las prácticas abusivas de las fuerzas de seguridad mexicanas, no sólo porque corresponde, sino además porque contribuye a generar confianza pública en las fuerzas de seguridad, condición indispensable para enfrentar con eficacia a la delincuencia organizada. Obama debería exigir que se cumplan los requisitos de derechos humanos impuestos por el Congreso para la ayuda a México. Y debería instar al Presidente Peña Nieto a que impulse un plan concreto para juzgar abusos del pasado y evitar su repetición.

Continuar celebrando políticas que han fracasado no contribuirá en absoluto a que México pueda salir de este espiral de caos y violencia que ya ha cobrado demasiadas vidas. 

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