“¡Tradición!” proclama Tevye el lechero, mientras lleva el ritmo con los pies en el primer número del musical el Violinista sobre el tejado. “¡Tradición!”
La invocación de Tevye de lo familiar para contener los caprichos de su vida de penurias suena a verdad —después de todo, ¿qué es más reconfortante, más inocuo que las creencias y las prácticas del pasado?
Por esta razón la resolución aprobada por el Consejo de Derechos Humanos (CDH) de las Naciones Unidas en septiembre de 2012 parece tan benigna, a primera vista.
Esta resolución, promovida por Rusia defiende la “promoción de los derechos humanos y las libertades fundamentales mediante una mejor comprensión y apreciación de los valores tradicionales compartidos por toda la humanidad”. Advierte que las tradiciones no pueden invocarse para contradecir los derechos, y llega a mencionar instrumentos tan fundamentales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Declaración de Viena de 1993, a la vez que reclama un examen de las “mejores prácticas” —siempre en nombre de “la promoción y la protección de los derechos humanos y el respeto por la dignidad humana”.
Por como suena, la resolución merece una ovación abierta.
Sin embargo, cuando se observa de cerca el contexto del que surgió esta resolución se deduce que los valores tradicionales se esgrimen a menudo como una escusa para socavar derechos humanos. Además, al declarar que “en sus tradiciones, costumbres, religiones y creencias todas las culturas y civilizaciones comparten un conjunto común de valores que son patrimonio de toda la humanidad”, la resolución evoca un sistema de valores único, supuestamente acordado, que aplasta la diversidad, ignora el carácter dinámico de la práctica tradicional y las leyes consuetudinarias, y menoscaba décadas de avances en el respeto por los derechos de las mujeres y los miembros de la comunidad de lesbianas, gay, bisexuales y transgénero (LGBT), entre otros.
Human Rights Watch ha documentado en países de todo el mundo la manera en que los aspectos discriminatorios de las tradiciones y las costumbres han impedido, en lugar de mejorado, el disfrute de los derechos sociales, políticos, civiles, culturales y económicos de la población.
En Arabia Saudita, las autoridades citan las normas culturales y las enseñanzas religiosas para negar a las mujeres y a las niñas el derecho a participar en actividades deportivas —“pasos diabólicos” en el camino a la inmoralidad, como los denominó un líder religioso (Steps of the Devil, 2012). En Estados Unidos a principios de la década de 1990, los “valores tradicionales” fueron el grito de guerra de la “Guerra Cultural” del evangelista Pat Robertson —su manera de codificar los derechos de la comunidad LGBT y las mujeres que, según él, debilitaban los denominados valores familiares. En la actualidad, se trata de una retórica habitual de la derecha religiosa estadounidense, que ha usado el mismo lenguaje para oponerse al matrimonio homosexual y acusar a sus contrincantes políticos de menoscabar la tradición y la “civilización occidental”. Además, en Kenya, las leyes consuetudinarias de algunas comunidades étnicas discriminan a las mujeres en términos de propiedad y herencias; aunque algunos líderes tradicionales han apoyado la modificación de estas leyes, muchos otros las defienden porque representan la “tradición” (Double Standards, 2003). Como nos dijo una mujer: “Hablan de tradiciones africanas, pero no hay ninguna tradición de la que hablar —sólo del doble rasero”.
El derecho internacional de derechos humanos —como la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer y el Protocolo de la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos sobre los derechos de las mujeres en África— reclama la modificación de las prácticas consuetudinarias y tradicionales que violan los derechos humanos para eliminar los aspectos discriminatorios.
Los comités encargados de la vigilancia de los tratados de las Naciones Unidas, como el Comité sobre los Derechos del Niño y el Comité Contra la Tortura, también han declarado que las costumbres y las tradiciones no pueden servir de justificación para violar los derechos humanos. En junio de 2012, con motivo del Festival de Cine de Human Rights Watch en Nueva York, el Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, dijo: “Las personas LGBT sufren discriminación en todas las regiones del mundo —en el trabajo, en el hogar, en la escuela y en todos los aspectos de la vida diaria... Ninguna costumbre ni tradición, ningún valor cultural o creencia religiosa pueden justificar que se prive a un ser humano de sus derechos”.
Sin embargo, este tipo de declaraciones autorizadas han contribuido muy poco a frenar el apoyo creciente entre los países miembros de la ONU a resoluciones de apoyo a los “valores tradicionales”. La resolución de septiembre del CDH no sólo se aprobó fácilmente —con 25 votos a favor, 15 en contra y 7 abstenciones— sino que fue el último de una serie de esfuerzos promovidos por Rusia con la intención de formalizar un conjunto abstracto de valores morales universales que sirvan de faro y guía para los derechos humanos. Por ejemplo, en octubre de 2009, el CDH aprobó una resolución en la que pedía a la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos que organizara un taller de expertos sobre “la forma en que una mejor comprensión de los valores tradicionales de la humanidad... puede contribuir a la promoción y protección de los derechos humanos”. Además, en marzo de 2011, el Consejo adoptó una segunda resolución en la que se solicitó un estudio sobre “la forma en que una mejor comprensión de los valores tradicionales de la humanidad” puede promover y proteger estos derechos.
Es necesario que la tradición no sea incompatible con las normas y los estándares internacionales en materia de derechos humanos. Para muchas personas que viven en áreas rurales, como algunas partes de África al sur del Sahara, los valores tradicionales interpretados en el derecho consuetudinario pueden ser el recurso para cualquier forma de justicia. En esencia, la resolución del CDH tampoco es totalmente negativa. Por ejemplo, no refleja necesariamente un consenso internacional (muchos países, como algunos del mundo desarrollado, no la apoyaron), y su texto declara específicamente que “las tradiciones no deberán invocarse para justificar prácticas que sean contrarias a la dignidad humana y que violen el derecho internacional de los derechos humanos”.
Sin embargo, desafortunadamente, este lenguaje puede parecer desconectado de la realidad en la que el concepto de “tradición” se suele usar de hecho para justificar la discriminación y la represión de derechos —especialmente los derechos de las mujeres y los miembros de la comunidad LGBT, entre otros— y del que se apropian los países decididos a vulnerar los derechos de ciertos grupos y aplastar libertades sociales, políticas y legales más generales.
En dichos contextos, los derechos humanos están subordinados a la “tradición”. Debería ser al revés.
Derechos restringidos, derechos ignorados
Cuando los valores tradicionales pisotean los derechos humanos, muchos grupos pueden sufrir consecuencias negativas —pero no siempre las mismas.
En el caso de las mujeres, sobre las que suele recaer la carga de la defensa de las normas y los valores culturales, los valores tradicionales pueden servir para restringir sus derechos humanos. Human Rights Watch ha mostrado que dichos valores se usan a veces para justificar matrimonios forzados en Afganistán, pruebas de virginidad en Indonesia, “crímenes de honor” en Iraq y violaciones conyugales en Kirguistán. En Yemen, la abolición de la edad mínima para el matrimonio por razones religiosas en 1999 ha hecho que niñas de hasta ocho años tengan que casarse con hombres mucho mayores, algunos de los cuales violan a sus esposas preadolescentes sin ninguna consecuencia legal (How Come You Allow Little Girls to Get Married?,2011). En Bangladesh, a diferencia de la vecina India, los críticos que se escudan en la “religión” han paralizado durante décadas las demandas más razonables de las mujeres hindúes y los activistas pro derechos de la mujer —como el divorcio por algunas razones como la crueldad y el abandono— (Will I Get My Dues… Before I Die?, 2012).
Aunque muchos representantes del Parlamento de Yemen están de acuerdo en que una edad mínima para el matrimonio es vital para salvaguardar los derechos de las niñas jóvenes, se han convertido en rehenes de un pequeño grupo poderoso de parlamentarios que se oponen a cualquier restricción de la edad porque “difundiría la inmoralidad” y socavaría los “valores familiares”.
En el caso de las personas LGBT, es posible que el argumento de los valores tradicionales no sólo se use para limitar sus derechos humanos, sino que puede servir para negar totalmente su disfrute. Esto se debe a que el lenguaje de los valores tradicionales tiende a presentar la homosexualidad como una cuestión moral, y no una cuestión de derechos —una lacra social que hay que contener e incluso erradicar por el bien de la moralidad pública.
Como se reconoce en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), si se invoca de manera restrictiva, la moralidad pública puede servir de justificación legítima para limitar temporalmente el disfrute de algunos derechos. Sin embargo, no deben ser una cortina de humo de los prejuicios o confundirse con la opinión mayoritaria, y nunca debe servir de escusa para violar las disposiciones contra la discriminación.
Como suele ocurrir.
En 2008, por ejemplo, Human Rights Watch expuso la forma en que se aplican las leyes vagas y mal definidas sobre las “ofensas contra la moral pública” en Turquía para censurar o disolver organizaciones de LGBT, y hostigar y perseguir a las personas LGBT (We Need a Law For Liberation). Un año después, la Comisión Electoral de Filipinas mencionó la “moralidad”, los “usos”, las “buenas costumbres” y la “moral pública” cuando rechazó la solicitud de un grupo de LBGT para registrarse como una organización política. La Corte Suprema de Filipinas rechazó este argumento en 2010 y afirmó que la democracia del país impedía “el uso de opiniones religiosas o morales de una parte de la comunidad para dejar de considerar los valores de otros miembros de la comunidad”.
De manera similar, en varias antiguas colonias británicas, como Nigeria y Malasia, se usaron términos morales como la indecencia grave o el conocimiento carnal en contra del orden natural para rechazar la homosexualidad, y se citaron los denominados valores tradicionales consagrados en las leyes que, de hecho, provienen tan sólo de una época colonial relativamente reciente y ridiculizada de otro modo. Por ejemplo, en el informe de 2008 This Alien Legacy, Human Rights Watch subrayó la ironía de que se exaltaran leyes extranjeras como “baluartes de la nacionalidad y la autenticidad cultural”. En el informe se señala que “[los jueces, las personalidades públicas y los líderes políticos] alegan ahora que la homosexualidad proviene de los colonizadores occidentales”. “Se olvidan de que los países occidentales impusieron las primeras leyes para que los gobiernos pudieran prohibirla y reprimirla”.
En Uganda, Malasia, Moldavia y Jamaica, donde el estado rechaza los derechos de las personas LGBT, se afirma por todas partes que la homosexualidad sencillamente “no forma parte de nuestra cultura”. “Todos los países están gobernados por principios”, dijo en 2007 Alexandru Corduneanu, vicealcalde de Chisinau, después de que la capital de Moldavia prohibiera una demostración de activistas LGBT por tercer año consecutivo. “Moldavia está gobernado por principios cristianos, y por este motivo no podemos dejarles que vayan en contra de la moralidad y la cristiandad permitiendo este desfile”.
Un instrumento de represión
Los valores tradicionales no tienen por qué ser incompatibles con los derechos humanos, de hecho, pueden llegar a reforzarlos.
Por ejemplo, en el Kurdistán Iraquí, donde se han invocado la tradición, las costumbres, la moralidad y el Islam para justificar la continuación de la mutilación genital femenina (MGF) de una generación a otra, la máxima autoridad musulmana emitió una fatwa en julio de 2012, firmada por 33 imanes y estudiosos, afirmando que el Islam no requiere la MGF (They Took Me and Told Me Nothing, junio de 2010). Es decepcionante que la Ley sobre Violencia Familiar, que entró en vigor el 11 de agosto de 2011, y incluye varias disposiciones para erradicar la MGF, se haya aplicado de manera mediocre.
Han habido algunos avances en la adaptación o la prohibición de prácticas “tradicionales” que no respetan los derechos humanos. Por ejemplo, la Ley de 2009 sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer en Afganistán, prohibió el baad —la práctica por la que se resuelven disputas dentro de la comunidad mediante la entrega de mujeres o niñas para compensar los delitos— pero la implementación de la ley ha sido deficiente. Varios países también han modificado sus leyes relacionadas con la familia —el conducto de muchas tradiciones— en diferentes niveles, lo que demuestra que hay margen para la negociación y el cambio constante con el fin de mejorar los derechos de la mujer, en lugar de enmarcarlos dentro de “valores tradicionales” inamovibles
Varios casos judiciales recientes, por ejemplo en Sudáfrica, Kenya y Botswana (que votaron en contra de la resolución del CDH), también demuestran que las prácticas tradicionales que limitan los derechos no tienen por qué dominar las leyes nacionales inclusivas y respetuosas de los derechos humanos.
Por ejemplo, en 2008, la Corte Constitucional de Sudáfrica falló a favor de una hija que heredó la jefatura tribal de su padre —en consonancia con la constitución del país y en contra de la alegación de un rival varón, quien dijo que la tradición de liderazgo masculino del pueblo Valoyi implicaba que tenía derecho a ser el hosi, jefe, de la tribu de 70.000 personas. Al emitir este fallo, la Corte señaló que la tradición nunca se mantiene estática y debe adaptarse a las normas de derechos humanos establecidas en una constitución basada en los derechos.
En 2005 y 2008, los tribunales kenianos dictaminaron que, a pesar de las leyes consuetudinarias de ciertos grupos étnicos que favorecen a los hijos varones en cuestiones de herencias, las hijas deben tener el mismo derecho a heredar las propiedades de un padre. El tribunal señaló que los derechos humanos deben prevalecer cuando esté en juego la discriminación. Desde entonces, Kenya ha modificado su constitución para consagrar la igualdad de derechos de la mujer a la tierra y la propiedad.
Mientras tanto, en octubre de 2012, el Tribunal Supremo de Botswana falló a favor de cuatro hermanas que llevaban batallando cinco años con un sobrino que afirmó su derecho a la propiedad del hogar familiar. El tribunal dictaminó que la ley consuetudinaria en la que se fundamentaba el caso del sobrino era incompatible con las garantías constitucionales de la igualdad de hombres y mujeres. Se ha informado de que el fiscal general aceptó que la ley consuetudinaria era discriminatoria, aunque alegó que Botswana no estaba preparado para cambiarla. “La cultura cambia con el tiempo”, señaló el tribunal.
Sin embargo, estos ejemplos son escasos.
Con demasiada frecuencia se tergiversan los “valores tradicionales” para convertirlos en un instrumento de las actividades de represión de los gobiernos. En el caso de Rusia, que promovió la resolución del CDH, la incorporación de los valores tradicionales al ámbito de los derechos humanos se produce en medio de la intensificación de la represión gubernamental de la sociedad civil y los medios de comunicación, y forma parte de un esfuerzo concertado para revertir los avances logrados por las mujeres y las personas LGBT en el país.
En 2012, San Petersburgo se convirtió en una de las nueve regiones rusas que han adoptado hasta la fecha las denominadas leyes sobre propaganda homosexual, que ilegalizan la creación de “percepciones distorsionadas” acerca de la “igualdad social de las relaciones familiares tradicionales y no tradicionales”. El ministro de relaciones exteriores ruso Sergei Lavrov justificó las leyes —que la Corte Suprema de Rusia confirmó de forma restringida en octubre— argumentando que los derechos humanos de las personas LGBT son un mero “apéndice” de los valores universales. Se está debatiendo activamente la introducción de leyes similares, en Moscú y a nivel federal, que conectan cínicamente la homosexualidad con el abuso infantil.
Además, en 2010, la Corte Constitucional de la Federación de Rusia confirmó la condena a la activista lesbiana Irina Fedotova por una infracción administrativa de las leyes provinciales, por haber pegado carteles cerca de una escuela en la ciudad de Ryazan, al sudeste de Moscú, que decían “La homosexualidad es normal” y “Estoy orgullosa de mi homosexualidad”. El tribunal falló que la “ley sobre propaganda homosexual”, adoptada por el gobierno municipal en 2006, no interfería con el derecho a la libertad de expresión de Fedotova, ya que los “conceptos tradicionales de familia, maternidad e infancia” eran valores que necesitaban una “protección especial del estado”.
El Comité de Derechos Humanos de la ONU, el órgano internacional especializado en velar por el cumplimiento del PIDCP, discrepó en este sentido y, en noviembre de 2012, decidió que la Federación estaba violando las disposiciones del Pacto sobre la libertad de expresión. El Comité señaló que “el concepto de moral... debe basarse en principios que no se deriven exclusivamente de una sola tradición”.
Un ideal reconfortante
No es una coincidencia que los valores tradicionales —y la presión correspondiente contra los derechos de las personas LGBT— estén capturando a una audiencia internacional dispuesta y creciente en este momento.
En algunos casos, existe un contexto específico, como en el caso de Rusia con la represión más general del Presidente Vladimir Putin sobre la sociedad civil y los esfuerzos de Rusia por restar autoridad a la maquinaria internacional de derechos humanos, mientras anima a sus aliados afines a que sigan su ejemplo. En los países de África al sur del Sahara, como Zimbabwe y Uganda, la devastación provocada por el sida, la crisis económica y la inestabilidad política ha hecho que los legisladores se afanen por aprobar leyes cada vez más represivas contra la homosexualidad, alegando que su aprobación es necesaria para proteger la cultura y la tradición africanas frente a la injerencia de los valores extranjeros.
A nivel más general, el ambiente actual de incertidumbre política, inestabilidad social y crisis económica en muchas partes del mundo ha incrementado la atracción por la esencia universal intemporal que, según se alega, define la tradición. En Uganda, como demostró Human Rights Watch en 2012 (Curtailing Criticism), la represión gubernamental sobre las organizaciones de la sociedad civil se justifica en parte por un llamamiento a la homofobia, en el contexto del aumento de la tensión política, la escalada de las críticas del público y las propias ambiciones políticas del Presidente Yoweri Museveni de volver a gobernar durante otro mandato después de las elecciones de 2016.
Culpar a un grupo de las desgracias que afectan a la sociedad es fácil y tentador dentro de este contexto de inestabilidad. Los gay y las lesbianas, que ocultan a menudo su condición debido a las leyes y las prohibiciones sociales contra la homosexualidad, son objetivos especialmente fáciles de los temores morales que pueden despertarse en un tiempo de crisis social. En Jamaica, los hombres gay, en particular, se consideran un augurio de la decadencia moral, lo que genera acusaciones públicas que suelen saldarse con actos de violencia, como un ataque de una turba en junio de 2004 contra un hombre considerado gay en Montego Bay. Se informó de que la turba, impulsada por la policía, lo había perseguido y “macheteado, apuñalado y apedreado” hasta matarlo (Hated to Death, 2004).
En Zimbabwe, donde los gay y las lesbianas suelen encontrarse en el papel de “diablos populares”, es muy previsible que el ciclo electoral dé paso a ataques contra la población gay, y que el Presidente Mugabe reviva el fantasma de la homosexualidad para desviar la atención de los problemas sociales, políticos y económicos más acuciantes para el país. En 1995, cuando su estatura regional estaba reduciéndose, Mugabe desencadenó un ataque virulento contra los gay, a los que calificó de una “ofensa contra las leyes de la naturaleza y la moral de las creencias religiosas adoptadas por nuestra sociedad”. En 2012, Mulikat Akande-Adeola, la líder de la mayoría en la Cámara de Representantes de Nigeria, demostró de manera igualmente inequívoca su apoyo a un proyecto de ley general contra las personas LGBT cuando superó su segundo examen preliminar: “Es ajena a nuestra sociedad y nuestra cultura y no debe importarse”, dijo. “La religión la aborrece y no hay sitio para ella en nuestra cultura”.
Transformación, no rechazo
El movimiento de derechos humanos no se opone a la existencia del derecho consuetudinario, el derecho religioso y la tradición; se opone a los aspectos dentro de ellos que violan los derechos humanos.
Como consecuencia, la tarea que nos ocupa es la transformación, no el rechazo —como se refleja en la legislación internacional de derechos humanos que reclama la evolución de las prácticas consuetudinarias y tradicionales que vulneran los derechos humanos con el fin de eliminar los aspectos discriminatorios. Como establece la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, los estados deben modificar los patrones sociales y culturales de conducta de los hombres y las mujeres con el fin de eliminar “los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres”.
“La cultura cambia con el tiempo”, como señaló la Corte Suprema de Botswana en su fallo de octubre de 2012 a favor de cuatro hermanas que luchaban por su hogar familiar frente al derecho consuetudinario. Esta es precisamente la cuestión. La cultura sí cambia con el tiempo.
La evocación de un concepto estático y vago de la “tradición” no sólo no tiene en cuenta estos cambios, sino que fosiliza a la sociedad. El riesgo es que, en lugar de promover los derechos humanos y las libertades fundamentales, la resolución del CDH y su llamamiento a “una mejor comprensión y apreciación de los valores tradicionales” puedan servir de excusa para enterrar los derechos bajo la carga del relativismo cultural —con la consiguiente amenaza, en el proceso, de revertir los derechos de la mujer y excluir a las personas LGBT del ámbito de los derechos humanos.
Graeme Reid es el director de la División de Derechos de las Personas LGBT.