Tumbado en el asiento trasero de un taxi, Rudy luchaba por respirar. Mientras el auto corría a toda velocidad por las calles de San Miguel, en el este de El Salvador, notó algo carnoso cuando se agarró el estómago. “Se me había salido la parte superior del páncreas. Era un dolor insoportable”, dijo.
Rudy acababa de ser baleado a plena luz del día en una abarrotada calle y a sus 16 años, se convertía en una víctima más de la aterradora ola de violencia pandillera que está amenazando a América Central.
La experiencia de Rudy no es única. En un nuevo informe, Human Rights Watch reveló que niños de apenas 11 años están siendo reclutados con mayor frecuencia por pandillas en El Salvador, Guatemala y Honduras. Algunos son forzados a unirse; otros son asesinados. Un auge de la violencia pandillera en la región en los últimos 10 años ha hecho que miles de niños hayan huido hacia la relativa seguridad de México. Pero una vez allí, también afrontan dificultades. Las autoridades detienen a muchos por incumplir las normas inmigratorias y hacen que el proceso para solicitar asilo sea extremadamente difícil.
Para cuando los miembros de la pandilla que habían amenazado a Rudy se presentaron en su casa, él ya había huido. Pero unos días más tarde, Rudy se encontró con la pandilla en una parada de autobús. Cuando uno de los pandilleros empezó a caminar hacia él mientras sacaba un arma del interior de su camisa, Rudy se quedó inmóvil. “Mi cerebro dejó de funcionar. La mente es así, se apaga igual que una computadora”.
Herido de bala, Rudy cayó al suelo y perdió brevemente la conciencia. Pero consiguió ponerse de pie y empezó a correr.
La pandilla lo persiguió mientras seguía disparando descontroladamente. Una mujer que pasaba por allí recibió un disparo en el brazo cuando trataba de resguardar a sus hijos pequeños en una casa. Finalmente, uno de los vecinos de Rudy, alertado por la conmoción, salió de su casa y disparó un único tiro al aire. Fue suficiente para espantar a la pandilla, y Ruby pudo salir tambaleando de allí.
Los testigos de lo ocurrido se apresuraron a meterlo en un taxi para que lo llevara urgentemente al hospital. Allí, los cirujanos descubrieron que la bala le había entrado por la nalga, atravesando el abdomen, hasta abrirle el páncreas.
Rudy estuvo en coma durante tres días. Cuando despertó, su madre estaba a su lado llorando. Los médicos le dijeron que casi “perdieron” a Rudy varias veces durante la operación y que tuvieron que resucitarlo con un desfibrilador.
Rudy yacía en el cama, escuchando a los doctores que explicaban cómo habían tenido que reconstruirle el estómago. El dolor que sufría era intenso, pero su principal emoción fue la de una tristeza abrumadora. Sabía que la pandilla lo buscaría y volvería a tratar de matarlo, y que su vida como la había vivido hasta ahora –estudiando por las mañanas y trabajando en un supermercado por las tardes— se había acabado. “Lloré porque había perdido mi trabajo y mi educación”.
Rudy pasó un mes en el hospital recuperándose, pero su casa ya no era un lugar seguro. En las semanas siguientes se mudó de un barrio a otro tratando de eludir a la banda.
Un día, la madre de Rudy lo llamó para decirle que los miembros de la pandilla habían ido a la casa para entregarle un escalofriante mensaje.
“Le dijeron a mi madre que me iban a cortar en pedazos”, contó a Human Rights Watch.
No se trataba de una amenaza vacía. “Había un muchacho en mi comunidad (…) La pandilla lo descuartizó y esparció sus restos por todo el barrio. Dejaron pedazos del cuerpo del chico por todas partes. Las manos, todo”, relató Rudy.
El terror se apoderó de Rudy. “No podía dormir. No podía dejar de pensar en sus caras. Soñaba que vendrían por mí y que me harían lo mismo”.
Las amenazas de la pandilla habían obligado al hermano, el tío y la tía de Rudy a ocultarse; ahora le había tocado a Rudy el turno de huir. Su hermano y su tío se marcharon con él.
Pero, al igual que descubrieron muchos otros como Rudy, sus problemas no acabaron una vez consiguió llegar a México. Allí sigue esperando recibir una visa humanitaria, que le permitiría permanecer y trabajar en el país durante un año y decidir qué hacer después, sin miedo a ser encerrado. Mientras tanto, vive en un limbo legal.
Human Rights Watch descubrió que las autoridades mexicanas a menudo encierran a los solicitantes de asilo que huyen de la violencia de las pandillas, incluso niños no acompañados, en centros de detención migratoria, donde pueden permanecer retenidos durante meses en condiciones miserables. Los funcionarios de inmigración les dicen a los menores que tienen pocas posibilidades de conseguir asilo, así que muchos aceptan ser deportados de vuelta a sus países de origen, a pesar del enorme riesgo de acabar asesinados. Menos del 1 por ciento de los niños que llegan a México reciben asilo o protección formal.
“Mi deseo es llegar al otro lado”, dijo.