Si alguien quisiera propagar el coronavirus a propósito, encerraría a muchas personas en espacios hacinados e insalubres, con escasa ventilación, acceso esporádico al agua, atención médica deficiente y muy pocas pruebas para detectar infectados. Es decir, diseñaría una cárcel típica latinoamericana o caribeña.
El distanciamiento social es imposible en las cárceles de Haití, Guatemala, Bolivia, El Salvador y Honduras, donde el número de detenidos es entre el doble y el cuádruple de la capacidad máxima.
En caso de un brote dentro de una prisión, las condiciones de hacinamiento e insalubridad podrían provocar la rápida propagación del virus, con consecuencias nefastas no solo para los internos, sino también para el personal penitenciario y la población en general.
Reducir la sobrepoblación penitenciaria de inmediato es crucial para evitar un contagio generalizado en la población carcelaria y el resto de la sociedad.
Cuando se confirmaron los primeros casos de la COVID-19 en América Latina y el Caribe, la mayoría de los países ni siquiera intentó establecer medidas de distanciamiento efectivas para proteger a las 1,7 millones de personas que están encarceladas en la región. En vez de eso, muchos prefirieron actuar como si fuera posible sellar completamente las cárceles para aislarlas del mundo exterior, cancelando las visitas y los permisos de salida por tiempo indefinido. Pero obviamente los funcionarios y los contratistas entran y salen de las prisiones, y cada día llegan nuevos detenidos. Sin programas amplios para realizar pruebas de detección, era cuestión de tiempo para que el virus se colara tras los barrotes.
Y así ha ocurrido. Chile ya tiene al menos 685 casos confirmados entre reclusos y personal penitenciario; Brasil, más de 900; Colombia, más de mil, y Perú alrededor de 1500. La COVID-19 es la causa confirmada de la muerte de por lo menos 160 —entre detenidos y personal penitenciario— en la región, la mayoría de ellos en Perú.
Pero en muchos países se desconoce el nivel de la enfermedad en las cárceles por la falta de pruebas. En Brasil, donde hay casi 746.000 reclusos, la tercera mayor población carcelaria del mundo, apenas se han hecho pruebas al 0,4 por ciento de los reclusos.
Ante esta situación, no sorprende que haya habido protestas en cárceles en toda la región. Desde marzo, han muerto al menos 54 reclusos y cientos han resultado heridos en motines en Colombia, Venezuela, Argentina y Perú. Los internos afirman no tener jabón ni atención médica adecuada, y afirman que sus familiares ya no pueden llevarles comida ni productos de higiene desde que se cancelaron las visitas.
Algunos países han dado pasos preliminares importantes para descomprimir la situación en las cárceles. Chile ha concedido la detención domiciliaria a cerca de 1600 condenados por delitos de baja gravedad y los jueces excarcelaron a un 10 por ciento de aproximadamente de 13.000 personas en prisión preventiva, según la Defensoría Penal Pública.
En Brasil, según nos afirmaron, los jueces han liberado a cerca de 30.000 personas siguiendo una recomendación del Consejo Nacional de Justicia, órgano encargado de formular políticas en materia judicial. Sin embargo, el gobierno de Jair Bolsonaro se opone a las excarcelaciones e insistió, sin éxito, en usar contenedores para aislar a reclusos. El uso de esos espacios metálicos improvisados se prohibió después de que en 2010 salieran a la luz las condiciones inhumanas que ahí sufrían los reclusos.
En otros países, las liberaciones han sido mínimas. En Argentina y Honduras, la justicia ha excarcelado a cerca del uno por ciento de la población penitenciaria. En México, a pedido de algunos gobernadores, los jueces han liberado al menos a 2000 personas, una cifra que equivale aproximadamente al 1 por ciento de la población carcelaria. Es el mismo porcentaje de Perú, que ha liberado a 1067 presos. También Colombia a liberado a solo 566 de un total estimado de 122.000 presos y Bolivia, según una fuente judicial, solo a dos detenidos de más de 18.000.
En El Salvador, la justicia está evaluando la liberación de 557 personas mayores encarceladas, de más de 39.000 detenidos. En Guatemala, el Organismo Judicial prometió excarcelaciones, pero no ha publicado datos al respecto. En Ecuador, los jueces han agilizado los procedimientos para la liberación de algunos detenidos, mientras que el gobierno ha señalado que indultaría a “muy pocos” presos.
El Estado tiene la obligación de proteger la salud de las personas que están bajo su custodia. En el contexto de la COVID-19, eso significa garantizar que el distanciamiento social sea viable. Dadas las insuficientes liberaciones hasta ahora, la mayoría de las cárceles latinoamericanas siguen estando atestadas.
Es posible reducir la sobrepoblación carcelaria de manera legal y segura, lo que debería contribuir a evitar motines por la falta de medidas contra la propagación del virus.
La opción más clara es reducir la prisión preventiva, que representa el 37 por ciento de los reclusos en la región, liberando a quienes estén a la espera de un juicio por delitos no violentos, así como a los condenados por esos delitos que están próximos a cumplir su pena.
Y mientras siga la actual emergencia, las autoridades deben considerar la liberación de reclusos con mayor riesgo de sufrir complicaciones graves o de morir a causa de la COVID-19, incluyendo los mayores y las mujeres y adolescentes embarazadas. En estos casos, las decisiones deben ponderar factores como el tiempo de pena cumplido, la gravedad del delito y el riesgo que la liberación representaría para la sociedad. Desde luego, las autoridades deberían evaluar el uso de tobilleras electrónicas y la detención domiciliaria para las personas liberadas.
Los gobiernos y los jueces deben actuar con urgencia. Es una cuestión de vida o muerte, no solo para los reclusos, sino también para la población en general.